Paso a paso, cita a cita, voy recuperando alguno de los personajes que conocí en el pasado o que me hubiera gustado conocer y con los que mantuve una relación enriquecedora. Alguno de ellos perteneció al mundo real, aunque ya no esté con nosotros. La mayoría, sin embargo, pertenecen al mundo de la ficción: protagonistas de libros, películas o tebeos, cuyo peso en mi vida ha resultado ser, a menudo, superior al de los individuos de carne y hueso. Nunca he sabido dilucidar qué pesa más, si un quilo de carne o un quilo de espíritu.
Nuestro protagonista de hoy -el doctor Tribulat Bonhomet- es un personaje de ficción, creado por el conde Villiers de l’Isle-Adam, autor de los Cuentos crueles y La Eva futura, cuya influencia sobre mi persona no es precisamente liviana. Villiers de l’Isle-Adam formó parte del grupo de literatos decadentes del XIX, con Jean Lorraine, J. K. Huysmans y Marcel Schwob, entre otros. Tribulat Bonhomet «es un don Quijote trágico y maligno, perseguidor de la Dulcinea del utilitarismo», según palabras de Rubén Darío.
Ciertamente Bonhomet no es un modelo a imitar, pero sus aventuras tienen la virtud de abismarme en los misterios de la locura y la depravación humanas y eso siempre me divierte. Ahora, con motivo de esta Casa de citas, he releído La extraña historia del Doctor Bonhomet[1] y he descubierto en ella detalles nuevos y alarmantes. Se trata de una novela que mezcla de manera harto extraña la erudición, el terror y la sorpresa. Bonhomet encarna la figura de un científico positivista que desprecia el arte, el idealismo y el ocultismo y que, al final del libro, se ve obligado a reconocer la existencia de entidades y sucesos que escapan a la razón y a los sentidos. El original se publicó en 1887 y Villiers de l’Isle-Adam prometió volver a la carga con unas nuevas Anécdotas y Aforismos del doctor, aunque su proyecto no llegó a la imprenta. Su autor dedicó los dos últimos años de su vida a componer sus Historias insólitas y unos Nuevos cuentos crueles, en la estela de Edgar A. Poe, mientras sobrevivió como pudo, sin apenas reconocimiento, con la ayuda de unos pocos amigos.
La extraña historia del Doctor Bonhomet es un libro que produce una secreta e irreprimible aprensión. El autor nos advierte al comienzo de la obra que no debemos atribuirle las opiniones y comportamientos de su protagonista, con lo cual se exime de responsabilidades y facilita la exculpación de cualquier otro creador literario. De manera que si el doctor Tribulat Bonhomet muestra una conducta inmoral o blasfema habrá que cargar las culpas sobre él y no sobre su inventor. Leído el libro se constata que ni como científico, ni como interlocutor, Bonhomet resulta de fiar.
Bonhomet es un individuo mayor (viejo, quizá) e inestable al que, siguiendo su propia descripción, imaginaremos de talla elevada, huesudo, encorvado, vestido con una amplia hopalanda y sombrero de fieltro negro, que se apoya en un viejo bastón de manzano rojo; en su dedo anular luce un voluminoso diamante solitario; posee una voz cavernosa que alterna, sin transición, desde la gravedad más absoluta al grito histérico; es amante de la ciencia positiva y está especializado en infusorios. El doctor Tribulat Bonhomet, además, preside el Banquete Anual de Eventualistas y, en cuanto tiene ocasión, manifiesta opiniones insostenibles sobre asuntos marginales como la utilidad de los terremotos para acabar con la vida de escritores y poetas. Sus opiniones, bajo la pátina del utilitarismo, no solo son controvertidas, sino decididamente disparatadas. Y en cuanto a sus acciones, baste decir que puede permanecer agazapado durante horas espiando a los cisnes de una charca solitaria antes de estrangularlos y escuchar con arrobo su último canto. Sabido es que los cisnes emiten su canto más bello cuando están próximos a morir. Puede verse que Bonhomet es, en el fondo, un esteta.
Pero además de extasiado melómano, Bonhomet resulta ser también un hábil conversador. Su discurso, erudito y confuso, es tan voluble como las convicciones de un escéptico; quizá por ello, en una conversación puede cambiar de principios sobre la marcha, porque así lo aconsejan las circunstancias o porque, simplemente, le apetece. Su desbarajuste verbal (y mental) responde al objetivo de preservar su intimidad (¡nadie debe conocer su interés por los infusorios!) y también al deseo de enredar los debates hasta el punto que los contendientes acaben discutiendo y gritando sin saber por qué lo hacen. En su interior, Bonhomet ríe a mandíbula batiente y desprecia a sus interlocutores; exteriormente les dedica su gesto más untuoso y paternal. Su actitud suele exasperar al oyente, a quien arrincona en callejones sin salida, sometido a su inconsistencia argumentativa. Nuestro personaje puede virar con facilidad desde el materialismo al idealismo, desde la teología a la ciencia, desde el fideísmo al ateísmo más recalcitrante, consiguiendo siempre aturullar a sus interlocutores.
Así pues, no es de extrañar que la tarea de Bonhomet nos recuerde a la manera de hacer de los filósofos: poner en cuestión las creencias del sentido común, construir a contrapelo colosales edificios de ideas que aparentan solidez y, acto seguido, proceder a destrozarlos para crear otros nuevos, todavía más delirantes, que serán abatidos a continuación. La filosofía es puro eventualismo militante.
En mi experiencia como profesor de filosofía he jugado durante años el papel de un Bonhomet cualquiera, zarandeando las convicciones de mis alumnos y llevándoles desde una opción a su contraria, para mostrarles que ningún sistema filosófico responde satisfactoriamente a las dudas que plantea. Visto así, quizá no valga la pena emprender semejante excursión intelectual. Algunas veces he pensado que mi actividad docente bien pudiera parecer un ejercicio malabar, aunque, si se piensa bien, el malabarismo circense no está exento de alguna utilidad. Tanto si el curso académico acababa en Nietzsche como si lo hacía en Heidegger o en la Escuela de Frankfurt, siempre quedaba abierta la posibilidad de continuar ahondando en el tema o de contemplarlo desde otro punto de vista. En todo caso, la conclusión era siempre la misma: resulta imposible atravesar la epidermis del asunto.
Y si trasladamos esta actividad de conocimiento al terreno de la reflexión sobre la vida, la profusión de respuestas –parcialmente verdaderas, contrarias, contradictorias, convincentes, discutibles, falsas– puede hacernos caer en el desánimo. ¿Cómo hay que actuar? –nos preguntamos–. ¿Qué clase de persona debemos ser? La respuesta siempre es eventual. Ya escribió Bauman que en una sociedad líquida hay que acostumbrarse a la falta de garantías –no hay fundamentación sólida para la ética– y pensar que la sociedad perfecta, como el hombre perfecto, no son viables ni cognoscibles[2].
Pero dejemos de lado a Bauman y volvamos a nuestro sabio doctor. ¿Qué hubiera dicho sobre la incerteza nuestro insigne Tribulat Bonhomet? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras de consuelo frente a las dificultades del conocimiento y cuáles sus recomendaciones morales? Concluyamos con una imagen cedida por Villiers de l’Isle-Adam que quizá sirva de respuesta:
Al concluir el Banquete Anual de Eventualistas, presidido por él mismo, mientras el resto de comensales departía inútilmente sobre el futuro de la humanidad, el doctor Bonhomet olvidaba sus preocupaciones, moderaba su ansiedad con un vasito de leche humana -proporcionado por su fiel nodriza- y dejaba que su cuerpo fluyera ligero, el espíritu ecléctico, el corazón libre, las convicciones eventuales y la conciencia ociosa, como corresponde a un auténtico eventualista, alguien tan inasible e imprevisible como la mismísima verdad.
[1] Villiers de L’Isle-Adam: La extraña historia del Doctor Bonhomet, Alfaguara (1977).
[2] Zygmunt Bauman: Ética posmoderna (2005).