Encontré a un antiguo conocido que paseaba en el carro a su bebé por el parque. La criatura iba vestida de azul desde los patucos al gorrito. «¿Niña?», le pregunté, adrede, después de los saludos. «No», contestó como si hubiese insultado a su vástago.
Justo en el instante en que se marchaba pasó por mi lado una niña con vestidito rosa adornado con un lazo; iba subida a un patinete también rosa y llevaba colgada una mochila rosa con flores y princesas pintadas. La chiquilla cumplía absolutamente con los cánones de la normalidad, con el empeño de comercios, gobierno y demás poderes fácticos de, a través del color, ir encuadrándola durante su infancia en aquello que era: una niña. Luego interiorizará que las ciencias no son para ella y que mientras los niños patean la pelota y se hacen fuertes corriendo, ella, como las otras niñas, debe jugar a las muñecas, aprender a cuidar. En su entorno, en la televisión y en el cine, le inculcarán que el rol femenino se acerca más a la resignación, a los papeles secundarios, que a ejercer el poder y vivir libremente su vida.
El bebito vestido de azul, cuya identidad defendía su padre con tanta vehemencia, quizá no tenga una vida fácil, pero nunca cobrará un 23,25% menos por el mismo trabajo, como le ocurrirá a nuestra niña; y tendrá opciones de llegar a puestos de máxima responsabilidad; y si es bueno en su profesión le concederán premios y condecoraciones. Las mujeres apenas lo consiguen, a pesar de que, en muchos casos, están igual o mejor preparadas que ellos.
Nuestra niña que tan feliz viajaba en su patinete rosa, acaso no sufra ante tanta discriminación. Probablemente considerará que es lo normal. La normalidad del mundo femenino que la sociedad ha diseñado escrupulosamente para ella con todos los instrumentos a su alcance. Y cuando llegue a la adolescencia, no plantará al novio si le controla el móvil, le exige vestirse de una determinada manera o le prohíbe que vaya con sus amigas. Ha tenido tiempo suficiente para aprender a confundir los celos con el amor.
Y considerará normal que un hombre que se interese por ella la acose a pesar de su negativa. Aceptará continuar una relación con un agresor que la maltrata, por miedo a su poder, al chantaje con las criaturas en común o porque creerá en su arrepentimiento. Una compasión aprendida que puede llevarla a la muerte.
Probablemente, el ímpetu con el que mi conocido defendió la identidad de su bebé vestido de azul, formaba parte del deseo de colocarlo al otro lado de la discriminación. Situarlo en el mundo de los que ejercen el poder, de los que consiguen los premios, los que gobiernan. El de la normalidad de los hombres.
Pero de esa normalidad también forman parte los que acosan, matan y esclavizan a las mujeres.
Afortunadamente hay muchísimos hombres que no son maltratadores ni agresores, pero existe un amplio grupo que les ríen las gracias, consideran que si una mujer es violada es por culpa suya; escriben y comentan que las innumerables denuncias de las mujeres por abusos sexuales que llenan la prensa están trufadas de intereses profesionales y económicos.
Las mujeres estamos levantadas en lucha contra esa normalidad que nos oprime, nos asfixia profesionalmente y en muchos casos nos mata, pero necesitamos el apoyo real de esos hombres que dicen estar a nuestro lado. Queremos que rompan su silencio, empaticen con las víctimas, denuncien a aquellos que los denigran con su comportamiento “de hombre”.
Es una batalla larga. Mientras tanto, podríamos ir dejando de vestir de rosa o azul a las criaturas al nacer.