Cuando era profesor me gustaba, una vez despedido el alumnado, subir a la clase antes de irme a casa hasta el próximo día laboral.
Allí, con las sillas sobre las mesas, me complacía en el silencio bautismal del aula, en los papeles abandonados por el suelo, en las últimas delaciones escritas en la pizarra.
Algunas veces, si la prisa era poca, incluso regresaba a la mesa docente y por primera vez a lo largo y ancho del día, me sentaba.
Desde ese ángulo la clase era otra, otro su aroma, otra su palabra. Los espacios conversan aunque no digan nada.
Cuando era profesor volvía a clase, cerraba la puerta y a solas, ella y yo, dejábamos que el tiempo pensara nuestras lágrimas. Así, en la penumbra, con las persianas echadas.
Las sillas en las mesas parecían pacifistas con las manos alzadas y los alumnos idos nada decían y el profe quedo, nada argumentaba.
Tres años después, llegará septiembre, septiembre otra vez y el profesor que fui, no hará ya nada.
Nada salvo escribir, estudiar, respirar, querer, desear, sufrir, las cosas que hacen aquellos que toman la vida en volandas.
Y entre nada y nada entraré a la vida cuando haya huido la vida a su casa. Y tomaré asiento en la mesa docente: la cátedra de la nostalgia. Allí guardaré silencio, se erizará mi ayer y abriré una ventana.
En la pizarra del mundo, leeré las huellas del último sueño que naufragó en la playa.