Nunca estuve en Guayaquil, pero soñé tantas veces que estuve en Guayaquil que dudo si estuve o no en esa ciudad de Ecuador y cerca del Pacífico.
Antes de soñar que estuve en Guayaquil soñé que había matado a alguien y lo había sepultado en las aguas de un antiguo lavadero en las afueras de un pueblo de cuyo nombre, ubicación y sociología no quiero acordarme. (Pero me acuerdo, para desgracia mía.) La culpa me acongojaba el ánimo. Tras la noche de este sueño, por la mañana, me duché con furia, pero aún así la culpabilidad y el temor a ser descubierto, detenido y encarcelado no cejaron hasta el mediodía. Lo soñé varias veces más. El asesinato y el traslado del cuerpo hasta el lavadero.
Investigué un poco a través de las redes sociales y llegué a la conclusión de que solo fue un sueño: la persona a quien soñé haber matado estaba viva. Eso me tranquilizó un poco y por un tiempo. Hasta que soñé de nuevo el asesinato y tuve que repetir toda la secuencia. Otra vez nada. No soy un asesino y el sueño me engaña, y me culpabilizo con sudores fríos durante horas por un crimen que he soñado pero no he cometido.
En Guayaquil conocí a una chica trigueña. Se llama Elisa. Tiene dos hijos, varones, de una pareja anterior. No es una mujer muy atractiva, pero a mí me gusta. La relación es dulce, tranquila, pacífica y agradable. Elisa me enseña a cocinar comidas ecuatorianas y hacemos unos ceviches magníficos. A veces ella me sugiere que le gustaría un nuevo embarazo.Yo le respondo que estoy demasiado mayor para ser padre, que no me gustan los padres-abuelos. Ella acepta pero solo acepta: se resigna. Jamás he soñado que hago el amor con Elisa. El amor carnal de mi relación con Elisa se deduce, se infiere. En Guayaquil yo trabajo como maestro en una escuela de las afueras. Ella cuida de sus hijos. A veces me despierto por la mañana y pienso que encontraré un mensaje de whats app de Elisa, desde Guayaquil, preguntándome por cuándo vuelvo. Yo imagino que le respondo “pronto”.
Recuerdo que, un fin de semana, nos fuimos de Guayaquil hasta Salinas en un todoterreno de color azul ultramar y allí alquilamos una barquita para irnos hasta las islas de Darwin, a ver las tortugas gigantes que viven más de doscientos años. La tortuga más vieja del lugar ya estaba allí cuando Mark Twain escribía La cabaña del Tío Tom. Vamos con los dos niños: Jenry y Jonathan. Uno es de piel más oscura que el otro y siempre pienso que son hijos de padres distintos, aunque no le pregunto jamás a Elisa por ese asunto. Sé que ella lo negará, por eso no pregunto. Los dos son buena gente, solidarios entre ellos y con su madre e incluso, a veces, conmigo. Y tipos con curiosidad, que hacen preguntas ocurrentes, cosa que me encanta. Cuando nos acercamos a las Galápagos ella se marea y le decimos al capitán de la nave que nos devuelva a Salinas, que Elisa no soporta bien el viaje. Nos damos la vuelta.
En cuanto pisamos tierra Elisa se recupera del malestar y recupera la alegría. Cenamos los cuatro en un restaurante en donde se come pescado y marisco a precios de risa. Puedo recordar el precio de la cena, incluso retengo el instante en el que, con la factura en la mano, pienso que ese precio es muy barato. Pienso que eso lo pienso porque soy catalán incluso en Guayaquil, incluso en un sueño. Es muy jodido ser catalán. Eso también lo pienso dentro del sueño. Fue un día feliz.
Muchas madrugadas, cuando me despierto, deseo encontrar un mensaje de Elisa. Pero no lo hay. Entonces sospecho que Elisa debe de haber encontrado otra pareja que la hace feliz y le prohíbe que hable conmigo, por celos, quizás, puede ser. Y le deseo eso justamente, que sea feliz, y me pregunto cómo deben ser ahora Jenry y Jonathan, ya tan mayores. Jenry debe afeitarse por las mañanas, aunque sea en sueños.