De improviso una melodía se me convierte, de tanto repetirla, en puro engranaje. Aunque crea seguir tarareándola, en realidad, ya ha dejado de ser canción, para volverse herramienta interior, un runrún neumático que me martillea. Ensimismada, percibo cómo me esculpe, me hace espacios y asideros.
Exteriormente, enmudezco. Es imposible canturrear lo que se ha insertado de tal modo en las circunvoluciones del monólogo cerebral que ya no es música, sino encanto mecánico.
Anida el soniquete en mis movimientos, me acompaña en mis concentraciones, me empuja con su empaque de rueda dentada, y lo voy rumiando, a modo de frase articulada en un idioma que no hablo pero que, por una extraña razón, sí comprendo. No canto, soy una biela.
El mudo tarareo no solo avanza, hacia la derecha, también ahonda. Tuneladora es, y adictivo berbiquí.
Se me hace tangible el andamiaje, la raspa del estribillo y la colocación de las notas. Percibo, como un impacto por partes, la estructura de la melopea, que se va revelando según el sonsonete se arma. Y lo hace en baldas, que suben y bajan, bajo las almohadillas del gato enloquecido, yo misma, que las recorre en bucle; y en golpes monosilábicos que crean un orden sonoro, un compás esquema.
No es posible la marcha atrás mientras este mecanismo me mantenga en vilo. Obcecada por su ritmo esencial, ya sin escalas ni acordes, ayudada por él, a veces avanzo a trechos, otras horado, nunca concluyo.