Si quisiera citar a Sócrates en esta Casa de citas lo tendría difícil. Todo el mundo sabe que Sócrates no escribió nada, a pesar de que se pasó la vida hablando por los codos, como atestiguan Platón y Jenofonte, que sí escribieron sobre él. Según ellos, Sócrates fue un tipo que no callaba por nada ni ante nadie, salvo cuando se le iba el santo al cielo y se quedaba colgado de su voz interior, una especie de demonio o divinidad íntima que le orientaba a actuar, le prohibía ciertas cosas y le incitaba a otras. Esa dimensión mística de Sócrates hace de él una especie de hechicero, un sabio charlatán emparentado con otros grandes iniciados del pensamiento y la religión.
“Oudamos, ara dei adikein”, tronaba Sócrates, según Platón, al declarar que de ninguna manera se podía obrar injustamente. Había que obedecer a la verdadera Justicia, que es única, idéntica a sí misma y eterna. La Justicia es una emanación de los dioses y los dioses poseen la Verdad. Desde este punto de vista, Sócrates aparece como un dogmático que defiende una ética intelectualista: quien sabe el Bien, obrará con justicia.
Otro contemporáneo suyo, el comediógrafo Aristófanes, nos presenta a un Sócrates completamente distinto. En la comedia Las Nubes, nuestro sabio charlatán aparece dirigiendo una ridícula academia de filósofos (un “caviladero”) donde, además de venerar a las nubes como si fueran divinidades, enseña a sus alumnos la técnica “para defender las opiniones falsas como si fueran verdaderas”. Esta es una tarea que la tradición atribuye a los sofistas. Según Aristófanes, Sócrates no fue sino un sofista más, un maestro de la “manipulación”, un peligroso disolvente para la moral tradicional.
Por lo que cuentan de él, nuestro filósofo sabía muchas cosas, aunque aparentaba no saber nada: “yo no sé, tú sabes” solía decir cuando se enfrentaba a la sabiduría ajena. El siguiente paso consistía en demostrar que quien aparentaba saber, en realidad, no sabía nada, y quien decía no saber, era el más sabio: ¡al menos Sócrates sabía que no sabía! Esta actitud irónica, que sus conciudadanos consideraron burlona, le convirtió en un individuo antipático para su ciudad. “Soy el tábano que Atenas necesita” contestó Sócrates cuando le preguntaron por su misión.
Muchos de sus conciudadanos, hartos de ser interpelados y ridiculizados por Sócrates, le acusaron de corromper a los jóvenes y de inventar nuevas divinidades, y lo llevaron a juicio. Pero nuestro charlatán no supo defenderse de manera adecuada y enarboló un discurso altanero que multiplicó la aversión de los jueces hacia él. Así que no tuvieron más remedio que condenarle a muerte bebiendo la cicuta, que era una forma de ejecución habitual en aquella época (399 a. de C.)
Según Platón, si Sócrates no construyó un discurso hábil para exculparse fue porque obedecía a su voz interior, ese daimon que le obligaba a cumplir las leyes y ser coherente con sus ideas. Aunque tampoco le importaba demasiado morir. Sócrates estaba convencido de que le esperaba otra vida mejor, “rodeado de sabios y hombres buenos, en el Hades”. Así pues, aceptó la condena y se bebió la cicuta sin poner mala cara, rodeado de sus discípulos hasta el final, hablando de la justicia, la amistad o la supervivencia después de la muerte.
Por su parte, Jenofonte prefiere subrayar la dimensión más humana de nuestro personaje y explica que Sócrates eludió defenderse con efectividad porque albergaba el íntimo deseo de morir y ahorrarse los achaques de la vejez, pues rondaba ya los setenta años.
Aceptando su condena sin aspavientos, el charlatán de Atenas se convirtió en héroe y mártir de la razón, una interpretación que fue válida en Occidente mientras la razón estuvo bien valorada. Hoy suele interpretarse la muerte de Sócrates como un símbolo de la incapacidad del hombre para comprender los misterios de la muerte, y su “martirio” como una estratagema para perseverar en la historia. En opinión de Foucault, Sócrates eligió morir para llegar a ser él mismo y mantener vivo su prestigio. La cicuta fue la “performance” que hizo grande a Sócrates.
Llegados aquí, cabe preguntarse quién fue verdaderamente Sócrates o qué dijo en realidad, como si estas preguntas pudieran responderse. Son preguntas que presuponen que el filósofo ateniense tuvo una prédica fija y bien perfilada, sin variación alguna y susceptible de una única interpretación. ¿Sabio o ignorante? ¿Irónico o grave? ¿Farsante o sincero? ¿Y por qué no admitir que Sócrates fue un poco de todo, como cualquier hijo de vecino?
Si dejamos de lado su papel de héroe y mártir, ¿qué nos queda del charlatán ateniense, individualista y crítico? Algunos lo interpretan como el villano de la historia y otros han visto en él un santurrón venerable. Nietzsche pertenece al primer grupo. Erasmo de Rotterdam, por su parte, se santiguaba cada vez que concluía la lectura del Fedón, donde Sócrates argumenta a favor de la inmortalidad del alma.
Nietzsche identifica a Sócrates con el veneno nihilista que ha emponzoñado el pensamiento occidental, pues quien dice “la vida no vale nada” (y Sócrates prefirió morir a seguir vivo) está afirmando que él no vale nada y, al desvalorizar la vida, pone de manifiesto su propia decadencia. Sócrates es, para Nietzsche, “el gran embaucador” que engaña al mundo dando prioridad al orden frente al caos, a la razón frente al instinto, a la virtud frente a las pasiones. En El crepúsculo de los ídolos (1889), Nietzsche escribe: “He dado a entender con qué fascinaba Sócrates: parecía un médico, un salvador. ¿Es necesario subrayar su fe en la racionalidad a toda costa?”. Hay que hacer notar que, para el filósofo alemán, la racionalidad es un camino errado: ni conduce al conocimiento (la vida es un valor superior a la verdad); ni a la auténtica virtud, que es la de los fuertes; ni a la felicidad, que no es otra que la liberación de los instintos.
Pero en otros lugares, Nietzsche confiesa su admiración por Sócrates: un personaje “que me resulta tan cercano que casi siempre estoy luchando contra él”. Es cierto que son escritos de juventud, pero ponen de manifiesto que al filósofo alemán le hubiera gustado emular a Sócrates, del que admiraba su ironía y su carácter impredecible. En Humano, demasiado humano (1878), compara a Jesucristo con Sócrates y admite que “Sócrates supera al fundador del cristianismo por su gravedad alegre y su sabiduría irónica”.
Todas esas versiones del personaje han desfilado por mis clases de filosofía a lo largo de más de treinta años de docencia, y nunca he sabido con cuál quedarme. Hubo épocas en que me incliné por el Sócrates platónico, sin caer en la cuenta de que su crítica al orden establecido tenía el trasfondo aristocrático de Platón. Posteriormente caí en las redes de los sofistas y su atractivo relativismo; incluso milité en las filas salvajes de los cínicos, en quienes admiraba su rechazo hacia la civilización, su denuncia de la hipocresía y su capacidad de decirlo todo a la cara, aunque no guste, aunque provoque enfado.
Dando tumbos desde Platón a Nietzsche he alcanzado cierta perspectiva. Digámoslo con brevedad: Sócrates continúa siendo un misterio para mí y creo que lo será siempre. Quienes hablan de él, no explican lo que fue ni lo que dijo, sino que en realidad nos hablan de sí mismos y de su visión del personaje. Hay un Sócrates disponible para cada idiosincrasia. Hubo muchos Sócrates, como hay muchas caras en un poliedro, y cada uno de ellos evolucionó a lo largo del tiempo, como evolucionaron también sus intérpretes, exegetas y críticos. ¿O es que alguien pensó que Sócrates pudo ser y pensar lo mismo todo el tiempo? ¿O es que Erasmo o Nietzsche no cambiaron de opinión sobre el personaje a lo largo de su vida? Al final, tendremos que aceptar que no hay verdad absoluta o que nunca podremos dar con ella, y que es mejor conformarse con buscarla: un trayecto incierto y sin final.