La fantasía de estar presente en el propio funeral es muy corriente. Uno se imagina en el tanatorio, echado en su ataúd, con los oídos despejados y los párpados entreabiertos, registrando la presencia de amigos y conocidos, escuchando sus comentarios. Nos gustaría ser testigos del propio funeral y descubrir, desde la atalaya del más allá, quién vino y quién se olvidó, quién reprime las lágrimas, finge un suspiro, te echa de menos o sonríe malicioso, frotándose las manos. A uno le gustaría saber cómo le enjuician los demás después de muerto, averiguar dónde hubo aprecio y dónde indiferencia, quién nos quiso de verdad y quién nos respetó solo en apariencia.
No obstante, ser testigo del propio funeral es imposible. Me lo dejó claro don Isidro Melero, el que fuera mi profesor de filosofía en los Maristas y que ahora vegeta en el asilo de las Hermanitas de la Misericordia. Fui a visitarle y hablamos del tema. A pesar de su avanzada edad, Melero no había descabalgado de su antigua sabiduría en ese asilo donde nadie le hace caso. ¡Tantos años enseñando lógica en los Maristas para acabar jugando al parchís en una casa de beneficencia!
—Me preguntas, Sileno, si uno puede ser testigo de su propio funeral —balbuceó Melero aproximando su boca a mis oídos. La voz de los ancianos se debilita y aflauta ante la proximidad de la muerte y la de Melero no era una excepción—. ¡Te lo diré de manera clara y conclusiva! ¡Es imposible! ¡Es una cuestión de lógica! Si estás muerto, no puedes ser testigo de nada. Estarás de cuerpo presente, como suele decirse, pero incapaz de testimoniar nada. Sin ojos ni oídos no hay testimonio que valga. Silencio, pues.
—¿Entonces?
—Entonces, no te hagas ilusiones. Si quieres saber lo que opina la gente de ti, pregúntales ahora que estás vivo. ¡Después de muerto no podrás enterarte! El alma es una entelequia sin ojos ni oídos. Nadie puede ser testigo de su propio funeral, de la misma manera que nadie puede casarse con la hermana de su viuda.
—¿Cómo que no? ¡Eso no es verdad! —la lógica nunca se me ha dado bien. Melero me suspendió la filosofía en sexto de bachillerato. Me extraña que en una democracia uno no pueda casarse con quien quiera.
—Repasa la lógica, Marcial —concluyó Melero antes de caer dormido—, o acabarás lidiando con imposibles.
Para resolver el problema decidí fingir mi propio funeral. Esto es, hacerme el muerto y observar el comportamiento de mis amigos. Acudí a la oficina del Ayuntamiento y notifiqué mi defunción a una de las administrativas. No me hizo mucho caso. Lo anotó en un papel y me dijo que debía llevarle un certificado médico. No obstante, dejé colgada una notita en un tablero anunciando la fecha y hora de mi funeral. Hice fotocopias y las repartí por las esquinas del barrio y en alguna de las tiendas que frecuento. Lo cierto es que las notitas no destacaban entre tanto papel como la gente cuelga por ahí, ofreciéndose para pasear perros, cuidar ancianos, arreglar ordenadores o masajear espaldas.
A las tres de la tarde decidí sentarme en el banquito que hay delante de La Siempreviva, el tanatorio donde había anunciado mi ceremonia fúnebre, un viernes por la tarde, a las 18 h. Me llevé el transistor para amenizar la espera y estuve escuchando casi todo el programa de Julia Otero sin que apareciera ningún conocido. Poco antes de las seis amaneció Ginés con su perro, que era el único que conocía de primera mano mi iniciativa.
—¡Marcial! ¿Cómo va eso? ¿Ha venido mucha gente?
Me quité los auriculares de un manotazo. A nadie le gusta admitir que ha sido el único testigo de su propio funeral.
—Las cosas no suceden así, Marcial —me dijo Ginés para calmarme—. La gente responde cuando alguien se muere de verdad. Hoy, además, hay fútbol. Así que no me extrañaría que cerraran el tanatorio antes de hora.
Me quejé amargamente. No había venido Braulio, el del bar, ni Herminia, la pollera, y eso que había colgado un cartelito en sus respectivos negocios.
—Esa es otra —concluyó Ginés—. Hoy en día la gente no lee, así que no se habrán enterado. Cuando te mueras de verdad seguro que alguien vendrá.
—Desde luego, capullo, y lo lamentarás tú y la hermana de tu viuda. ¡A ver si te casas, Ginés, que estás más solo que la una! —medio lo abracé y nos fuimos cojeando a merendar a la chocolatería de la esquina.