Rolín

Cruzando los límites

 

Rolín era mi nombre de princesa rubia, pero un día me quitaron el ayán que tenía en la frente y me tatuaron una calavera en la cara, metiéndome bajo la piel cenizas de ave fénix. Mi rostro se convirtió en la representación en blanco y negro de la muerte. Cuando las heridas se curaron, con catorce años recién cumplidos, me metieron en un mercante, y estuve en una bodega durante meses, no sé cuántos, porque nunca veía la luz, solo las idas y venidas de los marineros que se acercaban a traerme alimentos y a tocar mi cuerpo. Yo cerraba los ojos y les dejaba hacer, me comportaba como un gato que conoce a su dueño, que sabe quién le da de comer. De vez en cuando, me rociaban con una manguera de agua salada, por esa razón estaba cubierta de cristales de sal y los brazos me brillaban como si estuvieran repletos de diamantes.

Un día, empezó a filtrarse agua por las paredes y dejaron de venir a verme. Al cabo de una semana, el agua me cubría todo el cuerpo. En pie, asomaba la nariz y los ojos por encima de la superficie, como una rana en una charca, mientras los peces pequeños que se habían colado por las rendijas me acariciaban. Me alzaba ya sobre los dedos y estaba a punto de verme obligada a nadar, cuando se abrió una parte de la cubierta y la luz se reflejó en el agua, como si el universo entero acabara de nacer y la primera estrella fuera mi regalo de cumpleaños.

Mientras me trasladaban, tuve una visión del mundo muy extraña, como si estuviera atravesando un túnel en lugar de la costa de Bretaña. El cielo tenía los colores del día y la noche a la vez, del mar emergían columnas de humo que se transformaban en borrascas, la costa retrocedía ante un océano creciente que se tragaba las casas, blancas y con los tejados de pizarra, mientras cientos de personas retrocedían asustadas.

Me metieron en un contenedor ferroviario, vacío, iluminado únicamente por un círculo de luz, la boca de un estómago a través de la cual entraba el agua de la lluvia y las nubes se rizaban. Estuve una semana soñando mi vida de princesa niña en las montañas de Eritrea: mezclaba el ajowán con clavo y pimienta, y una dosis de ralea sobre el cristal de zafiro del comunicador –mis hermanas vivían fuera del planeta– y les enviaba el olor, el sabor y la sensación de que el mundo es una creación de tu imaginación y que puedes cambiarlo simplemente con desearlo.

Me bajaron del tren en París. Lo sé porque durante un instante vi aquella torre llena de remaches que desafiaba el cielo enmarañado, pero debió de ser un sueño, porque yo viajaba en un compartimento cerrado. Por fin, encontré mi destino en un caserón que debía tener dos siglos de antigüedad. En el sótano, cuatro matronas me esperaban para adecentarme, como si yo fuera una hiena salvaje, salvo que mis dientes pintados no podían morder a nadie.

Después de desnudarme, me pusieron delante de un espejo: vi a un ser de largas extremidades y pocas carnes con los cabellos sucios y revueltos que se enroscaban sobre las piernas, muy joven, tersa y blanca como un copo de nieve y con cara de demonio. Cuando intuí que me iban a meter en una bañera, humo y jabón después de tanto tiempo, me revolví como un leopardo. Una de las mujeres me sujetó entonces por el cuello y me presionó la carótida, haciendo que me desmayara. En ese momento, el sueño me llevó a la luna donde estaba mi hermana Simeone, un lugar en el que yo nunca había estado, repleto de océanos helados divididos por crestas que se habían convertido en la residencia de una decena de millones de personas, en tránsito hacia otras constelaciones.

Estuve dos años en aquel burdel, en los pisos altos, donde tenía acceso a una serie de habitaciones ricamente decoradas, como si estuviéramos a principios del siglo veinte y no a mediados del veintiuno. Me vendían como una belleza con rostro de calavera, un cuerpo puro, que nadie podía ya creer que fuera virginal, coronado por el rostro de un diablo. Solo tenían acceso a mis habilidades de princesa entrenada para el placer artistas y creadores, nunca entenderé por qué, ni por qué mi cuerpo no envejecía a pesar de las generosas dosis etílicas y las escasas comidas, ni por qué mis manos eran tan expertas en un arte que apenas podía imaginar de otras existencias. Debí de haber vivido otras vidas en un burdel, hace tiempo, mucho antes de nacer.

Un tiempo después, vinieron a buscarme unos hombres diferentes. Me metieron en una aeronave y nos elevamos sobre París. La mitad de la ciudad estaba destruida, la otra mitad estaba intacta, y ambas estaban divididas por el río. Cuando ganamos altura, vi el humo que surgía de las colinas, el mundo entero parecía haberse incendiado y estar a punto de convertirse en el punto final de una sinfonía de tanta intensidad que acabara con el estallido de todos los instrumentos y la muerte de los músicos.

El rango de princesa me otorgaba ciertos privilegios, por ejemplo, sobrevivir a la hecatombe. Nunca supe si lo que siguió fue un sueño o realidad. Desde el espacio, la Tierra, que siempre supuse un brillante zafiro, se contraía como la piel de un león en pleno combate, los desiertos se habían levantado y cubrían de polvo los trópicos. Una parte del planeta estaba cubierta de abigarradas borrascas atravesadas por estremecedores relámpagos. El monstruo que habitaba en sus entrañas se había despertado; en la mitología de mi pueblo, es el Adanante, el creador que vive en el huevo que ha de verlo nacer y que, cuando eclosiona, destruye la cáscara que formaba parte de su ser. Nosotros no éramos más que una parte de la conciencia que ahora le pertenece solo a él.

Antes de que pudiera ver otro destino que no fuera el mío, descubrí mi rostro en el cristal, que se orientó hacia el lado oscuro del sistema solar y me devolvió mi imagen frente a la galaxia. Por más que intentara mostrar mi decepción, la calavera sonreía, los dientes, grandes como piedras de río, ascendían por mis mejillas. De pronto, detrás apareció otra princesa, desnuda como yo, las piernas igual de largas; los senos encabritados como las alas de un gorrión, los ojos verdes como el más profundo de los manantiales, el cabello dorado y largo como una constelación, los labios gruesos como si quien los mirara quisiera poseerlos, las mejillas áureas como la arena más fina del desierto más salvaje de Arabia. Era yo en mi renacer, extraída la ceniza de mi cara.

No tardé en descubrir que era una recreación autómata, una androide que estaba allí para convertirme en ella o para que ella se convirtiera en mí. La nobleza superviviente, me dijo, tenía siempre un doble que debía convivir con su alter ego. Era ella quien debía reproducirse en otra máquina, y de mí tenía que heredar los sentimientos y las emociones.

Estuvimos juntas durante un tiempo que no puedo determinar, sin día ni noche ni comidas a horas determinadas, ni un sueño que no estuviera regido por el cansancio que sigue al placer o al aburrimiento, solo sé que un día Rolín me dijo que ya estaba preparada, me miró a los ojos y sentí que me sumergía en un pozo de esmeraldas, arrastrada por una corriente que me llevaba hacia la nada.

Un segundo después, estaba en el vacío, viendo la nave desde el exterior. Había cientos de cubículos como el nuestro con las ventanas iluminadas; en cada uno de ellos, una pareja de hombres o mujeres idénticos.

Intenté volar tras ellos, pero no tenía alas, ni cuerpo, y lo único que pude hacer fue contemplar cómo la nave se alejaba en el vacío estelar. Apenas tuve tiempo de llorar, no podía, nunca lo había hecho y no lo haría ahora, cuando sentí la llamada del pastor y el terrier se acercó con aire de frustración, me dio un mordisco en una pata y dejé de mirar hacia el cielo azul, dejé de soñar que aquella nube solitaria se convertía en una borrasca y nos arrastraba a todos hacia otro lugar, y me encaminé grácilmente hacia el corral, no sin antes mordisquear unas hierbas tiernas, para luego acurrucarme contra la lana caliente de mis compañeras en la tierra mustia donde pasaríamos la velada.