Si recuerdan el bolero («Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer…»), entenderán por qué la premura no siempre es buena consejera. Solo es cuestión de tiempo que se ponga a cada cual en su sitio, y, si el más tonto hace relojes, en el país de los cuarzos, el sodio no es el rey. Restaría esperar a que se desarrollara la tecnología si no fuera porque, en términos alcalinos, se nos hubiera adelantado el cesio, que dio nombre a los primeros relojes atómicos, ahí es nada. Hablaríamos de cesión, sin referirnos a ningún ion de cesio, cuando el sodio, menos reactivo, ocupara el lugar que le corresponde en la tabla. Todo llegará.
En principio, aparte del verbo, fue el tiempo; porque antes, Na, que diría el castizo. Y aun siendo así, no es desdeñable la contribución de este nuestro elemento al carbonato sódico, en la eternidad desecada por natrón, donde perece la clepsidra. Piensen que ya Napoleón supo verlo cuando arengó a la tropa con aquello de «desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan». Cabe señalar que, sin embargo, no tuvo ojo suficiente para advertir la oportunidad de negocio, pues no ha quedado patente del corso. Aunque, eso sí, dejó una inestimable estela a su paso por el país de los faraones, sin la cual habríamos seguido creyendo lo que decíamos a comienzos de este párrafo, que primero fue el verbo. Porque en jeroglífico ya me dirán.
El caso es que una a veces no sabe ni en qué día vive con una agenda tan apretada. Así que, yo, por si acaso, ya he encargado mi reloj de sodio. Dar la hora no sé si la dará, pero el tiempo puede pasar igualmente hasta verlo en mi poder. Y si no es en esta vida, será en otra. No dejen pasar la oportunidad, que el tiempo es sodio… o amor, según se mire, pero nunca deja indiferente.