Cuando le preguntamos de dónde había sacado el árbol, papá se enredó en una de esas historias que urdía para excusarse al saberse descubierto. Nos habló de una tienda en las afueras que los vendía a buen precio, de un invernadero que recién había abierto en el barrio, de que se lo había regalado un vecino. Mamá, de brazos cruzados, escuchó con estoicismo hasta que él se derrumbó. Sí, había acudido al bosque con la camioneta y la motosierra y lo había cercenado allí mismo, sin reparo alguno. Nosotros le dijimos que nos parecía un bebé, que el tamaño de aquel abeto decía a gritos que era como nosotros, solo un niño pequeño. Que engalanarlo con espumillones, bolas de colores y luces de Navidad no disimulaba en modo alguno que se lo había arrebatado a sus padres. ¿Y creéis que a ellos les importa?, nos dijo papá, y fue justo en ese momento cuando nosotros señalamos a la ventana, al otro lado de la calle, donde dos imponentes abetos, liberadas las raíces de la tierra que las retenía, reptaban hacia nuestra casa en completo silencio. Incluso entonces papá no le dio importancia. Solo se mostró verdaderamente aterrado cuando mamá le hizo ver la motosierra que uno de ellos portaba entre las ramas.
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