Piedras en los ojos

Cruzando los límites



Estoy harto de carteles de «solo se admiten bicentenarios», como yo. Busco un local donde esté bien indicado en la entrada: «Bebidas gratis para menores de cien años». Paso de fósiles.

Diez años después de vacunar masivamente a la población mundial contra la Covid, la gente dejó de morir. Por la misma razón, solo podían quedar embarazadas las mujeres con un raro tipo sanguíneo que apenas poseían una de cada diez mil. Han pasado ciento cincuenta años, muchos tenemos más de doscientos, y muy pocos menos de un siglo. No nos hemos arrugado hasta convertirnos en cigarras, como el griego Titono, pero tampoco nos mantenemos jóvenes como Dorian Grey.

Creíamos que la conciencia se ampliaría con la edad, no pensamos que seríamos como esas tortugas que viven hasta los novecientos años. La vida se convierte en rutina, evitas cualquier peligro, dejas pasar el tiempo, las horas, los días, los años, no quieres hartarte de nada y no haces nada, pero por poco que hagas, con todas las necesidades cubiertas por la robótica, cuando ya has dado diez vueltas al mundo, en avión primero, en barco después, en vehículo propio e incluso a pie, no queda nada. Todo el mundo ha hecho lo mismo, ya solo te cruzas con viajeros que no trabajan, hasta los camareros en los bares son androides de plástico.

Lo peor no es la falta de expresividad de una cara cada vez más arrugada, es la mirada de estatua, como si los ojos se hubieran convertido en piedras, pequeños óculos rellenos de mármol veteado, fríos y asesinos como los de un cocodrilo. En la calle aún hay movimiento, pero en cualquier lugar cerrado te sientes pieza de museo. Nadie expresa nada, los movimientos en la barra o en las mesas son los propios de un perezoso amazónico. Ahora sabemos que, si te atragantas con litros de una bebida fuerte, por la mañana te encontrarás en la cama de un hospital y luego tendrás unos cuantos millones de neuronas menos, pero no las suficientes para no sentirte cada vez más desgraciado. Aun así, algunos beben hasta caerse, aunque muy pocos mueren por intoxicación etílica. No morir de viejo no quiere decir no hacerlo por alguna estupidez o no perder calidad de vida por destruir las propias neuronas, el hígado o el páncreas, que seguirán ahí, como guiñapos, ejerciendo su función dentro de un fantasma que ha sobrevivido a la Covid para encontrarse como un tiburón que no puede morir, pero que tampoco puede comer porque habita en un mar sin animales.

Cuando en un bar entra alguien con menos de cien años, los demás lo rodeamos, queremos vernos a nosotros mismos cuando nuestros ojos todavía estaban vivos, apretamos nuestras dentaduras postizas y queremos llorar pero no podemos segregar lágrimas, ni sorprendernos de nada desde que comprendimos todos los secretos del universo, que solo somos polvo y en polvo bíblico nos convertiremos, que vivimos por vivir y que el resto del universo está demasiado lejos como para anhelar una nueva era de descubrimientos.

¿No puedo entrar?

—Este es solo para menores de cien años. ¿Se ha visto los ojos? Parece un dinosaurio congelado, espantaría a la clientela. Aquí dentro se baila, se ríe y se llora, pero no de tristeza sino de alegría. Váyase a casa, viejo, con sus libros antiguos de filosofía y busque una razón para seguir adelante con su vida en otro lugar.