Dame una lima, y haré una molienda, grano a grano, finísima y vertical. Dame una criba, y someteré esa harina al escrutinio feroz del alambre que trama. Dame una masera, y volcaré en ella el polvo selecto para preñarlo con agua, hongos y sal. Dame unas manos, y me las dejaré hasta lograr cadenetas de gluten, de nombre elástico y masticable. Dame un taburete, y me enroscaré en él para mejor sentir el calor del horno donde dormirá la hogaza. Dame un pecho tranquilo, y sobre él rebanaré mi pan, aún tibio, blandiendo un cuchillo de aldea, con su hoja que sabe a sangre, con su puño satinado. Dame un dedo índice, y hurgaré para extraer la miga gloriosa que conforta. Dame un paladar aplicado, y desmenuzaré los destellos ácidos y la paz alimenticia. Dame un silencio, y lo aplacaré tarareando recetas de canciones brevísimas, casi cantinelas, tintineos humanos. Dame una noche de tahona, y recogeré las cortezas de la perfección para anidar en ellas y dormirme como un pan bendito.
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