Paseando por el extrarradio

Las horribles historias de Sileno


A la vuelta de la esquina hay otra esquina y otra más, y por allí salgo a caminar por las mañanas, deprisa, girando a izquierda y derecha, buscando una salida de la ciudad, ese laberinto de gente, semáforos y contenedores de basura, niños que van al colegio y mamás con grandes coches. Pitan las motocicletas y los taxis. El autobús roza el cuerpo de los viandantes. Todo el mundo tiene prisa, como si le fuese la vida en ello. Gente que va al trabajo, a comprar el pan, al médico. Las motocicletas driblan entre los coches y las personas. Con el fin de evitar tanta marabunta, acelero el paso y huyo de la ciudad, una esquina tras otra y, al cabo, me encuentro en el extrarradio, donde la vida gira descentrada y a otro ritmo. En el extrarradio la gente está parada, tal cual, o camina con más lentitud, acomodando su paso a la pobreza de sus expectativas. En el extrarradio no hay prisas, no hay árboles en las aceras, ni bancos para sentarse. Los vecinos del extrarradio no están para exquisiteces, y sus perros, feos y desclasados, tampoco.

Las últimas calles sin asfaltar dan paso a un descampado y allí, perdido entre una escuela de primaria y un polideportivo a medio construir, sobrevive un bosquecillo de pinos, con unos doscientos ejemplares, torcidos y casposos, y unas mesas de pic-nic que no invitan al descanso. Entre los árboles podrían corretear los niños antes de entrar en el colegio. Pero no lo hacen. Están advertidos. Una valla de madera, desvencijada e inútil delimita el bosquecillo, y en uno de los postes de lo que antaño pudo ser una puerta cuelga un cartel del Ayuntamiento que informa del peligro que puede suponer el bosquecillo hasta que no se aclare el origen de las erupciones cutáneas que han padecido algunos visitantes. El cartel concluye: «El Ayuntamiento ha solicitado a la Agencia de Salud y a la Dirección General de Medio Ambiente que haga los estudios necesarios para descubrir el origen de las urticarias. Hasta entonces, se recomienda no hacer uso de este espacio».

Son las nueve y diez. Los niños ya han entrado en el colegio y sus madres comparten café y cháchara en la terraza de un bar cercano. Poco que decirse y mucho que juzgar, alzan la voz para sentirse vivas. Yo todavía no hablo solo, pero podría hacerlo. Me devora el tedio y me gustaría tener algo que hacer más allá del paseo matinal y la huida.

Entonces me imagino que algo vive agazapado en las copas de los pinos y se deja caer sobre los visitantes, se instala en su pelo y de ahí pasa a la piel, donde penetra y fructifica, produciendo ronchas urticantes. Un bicho, una espora. Se me ocurre arrancar el cartel y dejar inermes a los vecinos frente a la plaga. ¡Así podrían animar sus vidas con picores y conseguir, de paso, que la naturaleza siguiera su curso, espontáneamente! Sin información, pienso, los niños entrarán en el bosquecillo y, tras ellos, sus madres, y también los paseantes ociosos con sus perros, y uno tras otro recibirá el bautismo del bicho y dejarán que el escozor les anime la piel, mientras yo, huyendo del tedio, visitaré las urgencias del hospital y contemplaré las consecuencias de mi iniciativa. Cientos de personas rascándose sin denuedo. La naturaleza actuando sin interferencias. La satisfacción del deber cumplido.

Así que, con gesto rápido, arranco el aviso del Ayuntamiento y me dedico a desandar lo andado, una esquina tras otra, con el cartel oculto en la sudadera del chándal, adentrándome de nuevo en la ciudad, a salvo del extrarradio, sus descampados y urticarias.