Olegario anda por los caminos todos y cada uno de los días del mundo. Los laborables, por la mañana, pronto, justo cuando ha asomado el sol por el horizonte; los festivos, más tarde, cuando le apetece. Y en verano, en la madrugada o al atardecer, para huir del ardor del astro que le fascina y da luz.
Olegario es un hombre; lo fue ya hace tiempo, aunque tan sólo cuenta con veinte años.
En sus paseos deja que su mente vuele, le lleve a donde él quiera, le traiga los aromas que le inunden sus senos y se relama, a veces, recordando el sabor a chocolate que le dejaba su abuela las tardes de invierno encima de la mesa cuando llegaba del colegio. Humeante, dulce, sabroso, reconfortante.
En realidad, es un observador nato. Los más mínimos detalles de los almendros, los cerezos, las aliagas, los retoños de rabaniza blanca en el margen del camino, el tomillo y su renacer cerca de semana santa, de las flores del margen, de los regueros de baba que dejaron los caracoles y ahora relucen brillantes bajo el sol recién nacido, de las perlas de rocío sobre las briznas de hierba… todo le resulta una novedad en cada paseo.
Y piensa en voz queda, sólo para su pensamiento que se desenvuelve raudo y silencioso, pausado y reconfortante. Su imagen se refleja en las sombras de los árboles, encinas y coscojas que por arte de magia le devuelven un reflejo que, él, sí reconoce como suyo. Calzón amplio, sudadera al uso, chaqueta ajustada y un buff que le protege del aire gélido en invierno. En verano, calzón corto, camiseta de manga corta y sombrero de tela con alas que le protege de ese Lorenzo que adora pero teme.
La mayoría de los días se los pasa subido al tractor con los aperos bien dispuestos, un día arando, otro sulfatando, otro pasando el curro, rebajando tierras o reparando lindes. Ya lo hacía los días de fiesta cuando solo contaba con doce años y apenas le llegaban los pies a los pedales. De extranjis, claro, ilegalmente. A esa edad no está permitido trabajar.
Es un hombre curtido. En el campo se siente libre; no tiene que acomodarse a las normas que no tolera.
Pero ese es Olegario; otra cosa es Guer. Olegario es un nombre demasiado medieval para los tiempos que corren. Guer, así es como le llaman sus amigos. Divertido, ocurrente, siempre dispuesto a un requiebro, se mira a las muchachas con lascivia y no digamos cuando llevan esas falditas o esos pantalones cortos que apenas les tapan las nalgas.
No le hace un feo a una buena cerveza en el bar. Habla de fútbol y de la cosecha con los demás parroquianos. Nadie sospecha cuál es el grado de su sensibilidad. Nadie sospecha que es un lector empedernido y que, si bien dejó la escuela cuando terminó el octavo grado, nunca ha dejado de aprender.
En verano le gusta acudir a las discotecas al aire libre cercanas a su pueblo. Y a pesar de que a la mañana siguiente deba levantarse al alba, o ni tan siquiera acostarse porque es tiempo de cosecha, baila y baila hasta que cierran. Pero eso sí, nunca ha querido cortarse el pelo a la moda. Lleva una melena ensortijada de un castaño rojizo que se mece al compás de sus meneos en la pista.
Guer u Olegario es un dos en uno. ¿Será que tiene doble personalidad o algo así?
Pues, quizá así sea; pero nunca nadie le ha visto violento o agresivo. ¿Será que eso también lo lleva oculto? ¿O simplemente es su manera de defenderse en ese mundo hostil que le rodea?