El estío se acaba. El atardecer se ha adueñado de la tarde. La luz se retira lentamente.
El firmamento se está tiñendo de ese rojo anaranjado que se torna rosado según le da la luz que se va apagando. Ese cielo que anuncia viento o lluvia según se mire. Los aldeanos bien lo saben.
Todavía se distingue el sol en el horizonte. Y las formas en el camino.
De pronto, el camino se turba. Una figura avanza hacia aquí.
Viste un traje de color claro, pantalón ancho y chaqueta a juego. Lleva la corbata aflojada, el cuello de la camisa desabrochado, la cabeza cubierta con un sombrero, también claro, que aparenta ser de fibra natural tejida, con alas, que no le cubren del todo la frente ni el pelo. Se le ensortija a los lados y parece adivinarse lo que debe ser una melena corta bien cuidada. Los rayos de sol estallan en reflejos sobre sus cabellos confiriéndoles un destello suave.
Avanza sin prisa, con paso entre atareado y despreocupado, sin pensar en nada, con la mirada puesta en esa lejanía cercana que pronto tendrá a mano.
Desde la plaza alguien dice: «Viene un hombre». Los demás escrutan la imagen y Pedro exclama: «Parece Nazario». Los demás lo miran incrédulos soltando un: «Ca, qué va a ser Nazario. ¿Cómo vas a saber quién es desde tan lejos y con el sol de cara? Además, Nazario no viste así».
La figura se detiene; se quita el sombrero, se alborota el pelo y se lo peina con la mano, entreabriendo los mechones con los dedos. Luego se coloca el sombrero de nuevo. Saca un pañuelo bien doblado y blanquísimo de uno de los bolsillos del pantalón, se seca la frente. Se alisa y se sacude los pantalones. Reanuda la marcha.
Todos están pendientes de su evolución preguntándose quién será.
Ya más cerca, la figura lanza un saludo con la mano. Alza el brazo, y con la mano abierta lo mueve a uno y otro lado. Hace un ademán con la cabeza como diciendo, «sí soy yo».
Desde la plaza algunos le devuelven el saludo.
Es Nazario. Nazario ha vuelto.
Apresura el paso, recorre en unos instantes el trecho que le separa de la plaza, y con una sonrisa, que no era propia en él, suelta: «Hola a todos. ¡Qué tarde más hermosa!». Y les tiende la mano.
El silencio inunda la plaza. Se han quedado mudos, boquiabiertos; incluso Pedro.
Y en ese instante se divisa, allá en la última curva, un vehículo a motor que levanta un revuelo de polvo.
Nazario se gira hacia el camino y dice: «¡Ah, es mi chofer, que viene con el coche! A mí me apetecía venir andando».
Entonces todos entienden que Nazario ya no es el mismo.
–¿No vais a hacerme un rincón en el banco? Venga, que quiero sentarme yo también.