
El día amanece gris y la niebla cubre toda la ciudad, tal vez por eso cuando llegas a las puertas del cementerio no te extraña la soledad del lugar.
Sueles venir por aquí cada domingo, los árboles y la quietud del cementerio te recuerdan la paz del monte Cervino, donde naciste. Sin lugar a dudas, no hay sitio en la ciudad donde el paseo sea tan acogedor como bajo sus alamedas.
Siempre te acomodas en uno de los bancos que hay detrás de los panteones donde se percibe mejor el silencio del entorno, un silencio de hace siglos, dices.
Desde un nido cercano se deja oír el canto de los vencejos; pequeñas bandadas de pájaros picotean sobre algunas tumbas. Mientras paseas, vas observando las flores y leyendo las inscripciones de los sepulcros.
De repente, despierta tu curiosidad una tumba enverdecida por el musgo, apenas hay flores, tan solo la hierba trepa por la lápida casi rozando las tres únicas palabras que en ella se grabaron: Nadie me conoce. Tratas de encontrar algún nombre, pero es inútil, no hay rastro, ni fecha, nada…, tan solo esa inscripción.
No sabes por qué motivo la frase te resulta familiar, como si la hubieras oído en algún otro lugar, y decides averiguar quién está enterrado en ese sepulcro olvidado por el tiempo.
Después de algunas diligencias en el registro del cementerio, el funcionario te entrega un documento con los datos del difunto. Tras comprobar que también es oriundo del monte Cervino, como tú, con manos temblorosas sigues leyendo y descubres que son tu nombre y tus dos apellidos los que están escritos en ese registro desde hace más de diecisiete años.
La rúbrica oficial del documento también es verde, como el musgo de la tumba donde se dice que estás enterrado. No sabes ya quién eres tú, ni quién es el que yace allí con tu nombre. Te estremeces; un sudor frío empapa tu cuerpo mientras el significado de la inscripción que leíste va cobrando sentido. Nadie conoce a nadie, nadie se conoce, conocer, ¡qué extraño verbo!, piensas.
Imagen @nicomingozzi