Mi don especial

Extravagancias


Cada vez que algún iluminado dice: “El mundo se divide…”, seguido de la variable dicotómica que, según él, permite separar la humanidad en dos compartimientos estancos, pienso para mis adentros: he ahí un gilipollas engreído, dicho sea con el máximo respeto, pues ambos calificativos me parecen merecidos por igual. Engreído, porque se arroga el papel de juez de la humanidad. Y gilipollas, porque, de hecho, cualquier conjunto puede dividirse por lo que se quiera, aunque se trate de una chorrada. El mundo, por ejemplo, puede dividirse entre fans y no fans de Sopadecabra (desde aquí un saludo a los primeros: Bona nit, malparits!). Pero, sobre todo, porque quienes recurren a este tipo de juicios no suelen hacerlo de un modo imparcial ni gratuito. Reducir la complejidad del mundo y su gama de grises a un choque de trenes entre buenos (los míos) y malos (los otros) es el sueño húmedo de cualquier demagogo de manual, pues sirve tanto para fidelizar a la tropa como para demonizar al adversario, con el que, por supuesto, no hay nada que debatir. Y cuando estos principios arraigan, ya puedes ponerte a temblar. La historia nos ha enseñado en repetidas ocasiones que basta con eso, y un contexto favorable, para que las masas justifiquen alegremente las peores aberraciones de las que somos capaces (haber elegido el bando correcto, o como le dijo el nazi al judío: haber sido ario).

Dicho lo cual, ya podéis ir a buscar unas cuantas piedras porque me dispongo a empezar este cuento con la frasecilla de marras. Lo haré por dos razones muy sencillas. La primera, por el placer de contradecirme (¿hay algo más humano?). Y la segunda, para demostraros que cambiar de camisa no solo es posible, sino incluso inteligente. Así que allá vamos. A la de tres, me lapidáis: una, dos, ¡tres! (cuidado con las gafas).

***

El mundo se divide entre los que creen que todos hemos nacido con un don que nos hace especiales y los que creen que tan solo somos especiales para nuestras madres (y a veces ni siquiera eso). Yo era de estos últimos. Pero recientemente he cambiado de opinión. ¿Por qué?, os preguntaréis (si no lo habéis hecho, todavía estáis a tiempo). Pues, simple y llanamente, porque ya he descubierto mi don: ¡soy imbatible jugando al escondite!

Como tantas otras cosas, no lo habría descubierto si no hubiera sido por mi mujer. Estábamos solos en casa, cada uno ocupado en su pasatiempo favorito (el mío, tumbarme en el sofá; el suyo, tirarse de los pelos por haberse casado conmigo), cuando sin venir a cuento me propuso jugar al escondite. Sinceramente, me dio pereza (recordad: estaba en el sofá). Pero mi mujer es como una gota malaya. Así que, muy a mi pesar, dejé mi cálido negativo en los almohadones del sofá y me puse de cara a la pared para contar hasta diez.

Nuestro piso es tan pequeño que la encontré en un suspiro (dentro de la bañera, detrás de la cortina). A continuación, me escondí yo. ¿Y sabéis qué? Mi mujer tuvo que rendirse después de más de una hora buscándome sin éxito. Y no solo eso. Desde entonces me mantengo imbatido, y mira que ahora jugamos casi todas las tardes.

Al principio me lo tomé como algo casual. Pero a medida que iba acumulando victoria tras victoria, me dije que aquello no era normal, pues no me escondo en ningún sitio raro (no soy Spiderman). Al contrario. Prefiero los clásicos de toda la vida: debajo de la cama, dentro de un armario… Así que mi don, más que físico, se fundamenta en una cuestión mental. Para que os hagáis una idea, me basta con cerrar los ojos y decirme: soy invisible. ¡Y ya está!

Si lo probáis y no os funciona, no os fustiguéis. Dios reparte los dones como le da la gana (se siente). Pero sin duda quien se está llevando la peor parte es mi mujer, que tiene tan mal perder que cada vez recurre a tretas más sucias para pillarme.

Últimamente, antes de contar hasta diez, se quita toda la ropa; y apenas me he escondido, pone música romántica, enciende velas aromáticas y se pone a gruñir como una cerda pegando botes en la cama. Pero por más que lo intente, a mí no me engaña. El primer mandamiento de un superdotado es respetar su propio don. Así que, en lugar de asomar la cabeza para echar un vistazo, me quedo acurrucado en mi escondite, mordiéndome la lengua para contener la risa, mientras cuento los minutos y las horas hasta que, por fin, mi mujer grita, alto y claro, que otra vez la he ganado.

Pobrecilla, es tan mala… ¡Cómo sufre…! Está tan desesperada que hoy hasta le ha dado por gritar imitando el vozarrón del vecino del rellano… No es la primera vez que lo hace. Y no solo a él. También sabe imitar a la perfección las voces del portero y el panadero. Supongo que este debe de ser su don especial: poder imitar voces masculinas para decir guarradas. En fin, en esto, como en casi todo lo demás, mi mujer no ha tenido suerte en la vida. Sin ánimo de criticarla, mi don me parece mucho más guay.


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