Matinal sin nombre

Nadie me conoce

No me conoce nadie, o al menos eso creía.

Hoy, como todas las mañanas, me levanto a las seis de la mañana. Suena el despertador y, con un acto reflejo, lo apago. Tengo un minuto de indecisión donde me replanteo volver a la cama y cubrirme la cabeza con las sábanas y olvidarme de que existo o, por el contrario, saltar, como un atleta, para enfrentarme al día como si me fuese la vida en ello. No son las únicas alternativas y apuesto por la más sencilla y me levanto porque no hay otra opción.

Como todos los días, en el momento en el que me encuentro con la llave en la cerradura de mi puerta, el vecino de enfrente sale de su piso. Solemos cruzar nuestras miradas, a modo de saludo; a continuación, él arruga la nariz sin decir nada, después me da la espalda y se dirige a las escaleras, quizá para evitar un saludo en el ascensor. Tras varios años de observar el mismo gesto, he llegado a la conclusión de que esta es su forma de decirme buenos días.

En la calle suelo caminar alienada, en parte porque los otros, con los que me cruzo, también andan de la misma manera que yo. En el andén del metro, observo a los que me acompañan en la espera del convoy que nos llevará a la otra punta de la ciudad. Nadie se mira a la cara, pues, el que no anda ensimismado con su teléfono móvil, lo está ya con aquello que debe sonar en sus cascos inalámbricos. Nadie dice nada. Nadie conoce a nadie. No me conoce nadie, o al menos eso creía porque de repente, una mano se posa sobre mi hombro y me saca de mis pensamientos.

—¡Chica! ¡cuánto tiempo hacía que no coincidíamos! ¿Vas al trabajo? Yo también. ¡Qué remedio! No nos queda otra. El día que nos toque la lotería, ese día hacemos una hoguera con el bono del metro y con lo que haga falta, pero, mientras tanto, aquí estamos, como siempre. Pero hace mucho que no te veía ¿o has cambiado de trabajo? Yo sigo en el mismo. No me sale nada mejor y tal como está la vida, tampoco estamos para cambiar mucho ¿no crees? Pero chica es lo que hay no nos queda otra. El otro día…

La catarata de palabras, que esta mujer me lanza como puñales, golpea mi cabeza abotargada por la palabrería. Le miro a la boca. Veo cómo sus labios se mueven, pero no comprendo todas esas frases que flotan como si fuesen un torrente desbocado. Por un instante siento un mareo, un vértigo. Las palabras provocan un efecto enfermizo. Mi estómago protesta enviándome un estímulo de pesadez o vacío, según como se quiera entender. La cabeza comienza a darme vueltas y un ligero mareo me impulsa a asirme de lo que tengo más cerca.

—¿Te pasa algo? Chica tienes mala cara. Siéntate un momento y toma aire. Pero no puedes porque esto está petado. Mejor no te sientes. Apóyate en mí y te subo al metro cuando llegue.

La mujer no deja de hablar y el efecto de sus palabras, que rebotan en mis oídos, es lesivo. Me dejo arrastrar por ella que grita y gesticula para que nos dejen avanzar entre la gente que se agolpa alrededor nuestro. En ese instante, se escucha el sonido del metro que llega al andén.

—¡Paso!, ¿no ven que se encuentra mal? —Grita la mujer que ha provocado mi mareo—. Un poco de urbanidad y déjennos un sitio donde poder sentarnos.

El metro está lleno, pero la mujer charlatana consigue que me siente. El mareo se acentúa por el calor del ambiente. La mujer continúa hablando, pero esta vez lo hace con una joven que se presta a seguirle la conversación. Las palabras se alejan de mí. Ya no soy de su interés. Empiezo a sentirme mejor.

—¿Quiere un poco de agua? —La muchacha que está sentada junto a mí me sonríe. Me ofrece una botella de agua.

Suena la megafonía del metro. No entiendo lo que dice, pero quiero irme. Me levanto y salgo del vagón sin atender los requerimientos de la muchacha y de la mujer que ha provocado el vahído. Salgo a la calle y dejo que me dé el aire. Camino hacia el trabajo. Llego tarde. Cuando me siento en mi puesto nadie me mira. Nadie parece conocerme o, al menos, así me lo demuestra. De pronto, la encargada se acerca a mí.

—Alguien pregunta por ti.

—¿Por mí? ¿Quién es?

Antes de que me conteste entra la joven que me había ofrecido el agua en el metro. Me sonríe. En su mano lleva mi cartera.

—Se la dejó olvidada en el vagón. Como se bajó tan precipitadamente no tuve tiempo de dársela. Pero como la conozco no me ha importado llevársela al trabajo.

—Gracias —le contesto sorprendida—. Pero en este momento no sé muy bien si te conozco.

La chica ríe con una sonrisa espontánea.

Lo comprendo. Es un poco raro, pero, en algunas situaciones, reconocerse a una misma resulta complicado.