Madame Blavatsky, ocultista

Casa de citas

Puestos a ocultar cosas, ¿qué resulta preferible: esconder lo que uno sabe o amagar lo que ignora? La respuesta más sensata sería decir que depende de para qué, aunque casi siempre resulta recomendable ocultar cosas. La vida social se construye gracias a cierta reserva en las relaciones. Por ejemplo, si se trata de conservar una amistad, conviene ocultar nuestras opiniones, salvo que sean laudatorias para el amigo en cuestión. Si se trata de mantener el interés de quien nos escucha, es preferible no divulgar la fuente de nuestras ideas para que ese alguien siga creyendo que son nuestras y no una repetición de las expresadas en otra parte.

Recuerdo a un profesor de Psicología evolutiva que citaba las obras de los padres de la Gestalt como si se las hubiese leído en alemán; pero, acabado el curso, en privado, me confesó que no sabía suficiente alemán ni tenía por costumbre dar a conocer las obras en las que se inspiraba. «Es fundamental que los alumnos crean que dominamos el tema. Y para ello es imprescindible que no sepan de dónde sacamos la información. Esa es la fuente de nuestro poder, basado en distinguir al sabio del ignorante».

En mis posteriores cavilaciones procuré imitar el consejo de aquel profesor y ocultar cuanto pude mi ignorancia. En una ocasión salvé una Historia del arte con un trabajo sobre la herrería valenciana del siglo XVI, pirateando un libro que encontré en una vetusta biblioteca municipal. Imaginé que nuestro profesor, especialista en arte de vanguardia, lo ignoraría todo sobre los hierros renacentistas. ¡Y acerté! El profesor Culebras, que así se llamaba el hombre, tuvo que darme un notable, a pesar de que, según me dijo, le había defraudado. Culebras esperaba de mí un trabajo sobre el expresionismo abstracto y le colé un informe trivial sobre rejas y picaportes, cosa que no le interesaba en absoluto. «Y a usted, ¿ese tema le interesa?», me preguntó. No se lo dije a las claras, pero mi único interés era aprobar la asignatura.

Ahí va otra confesión en la misma línea: no negaré haber leído alguna obra de Freud y conocer el Eros y Tanatos de Norman Brown, por razones que no vienen al caso. Pero lo significativo es que encontré un par de libros sudamericanos, en el rincón menos transitado de la librería Herder, que explicaban la relación entre el psicoanálisis y el arte. Esos libros me permitieron aprobar la asignatura de Estética, donde el profesor Recasens se dejaba guiar por la Biblioteca de Autores Cristianos. El trabajito, visto hoy, apesta. Pero en aquel momento obtuvo la máxima nota: el profesor lo encontró novedoso y yo evité citar en la bibliografía los libros en los que me había inspirado.

Por su parte, Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891), más conocida como Madame Blavatsky, pasó la vida combinando con pericia el engaño y aprovechando la ignorancia ajena, y le fue muy bien. Fue una rematada ocultista. A base de espiritismo, iluminación y cábala consiguió seducir a miles de seguidores en la segunda mitad del XIX y, posteriormente, a tantos ingenuos como se aproximaron a su legado teosófico. ¿Cuál fue ese legado, aparte del exotismo de su persona, con un corpachón de más de cien kilos, vestimenta estrafalaria y un mandril disecado, vestido de Darwin, con el que se choteaba del evolucionismo? ¿Realmente dominaba tantos idiomas como sugiere en sus libros? ¿Conectó con el Otro Mundo mientras trabajaba de médium itinerante? ¿Escribió todo lo que se le atribuye? ¿Tienen sus obras sobre la Gran Madre, los Maestros del Himalaya y la Doctrina Secreta alguna coherencia interna o son pura paparrucha?

Explicaré lo de su legado de forma sucinta: por un lado, madame Blavatsky puso por escrito un grueso cuerpo de sabiduría teosófica, siguiendo el dictado de la Hermandad de los Maestros del Himalaya que, según ella, la escogieron para difundir sus mensajes telúricos. La Teosofía constituye, según Blavatsky, el fundamento de cualquier religión, ciencia y filosofía. Se trata de un saber que ha permanecido oculto durante siglos y que, cuando se expresa, lo hace a través de una jerga que sólo pueden comprender los iniciados. Una ciencia, pues, que oculta lo que sabe (scientia ocultans), a diferencia de la ciencia oficial, que hace públicos sus resultados. El legado literario de esta señora se concreta en una abundante obra escrita, misteriosa y confusa, entre la que destacan —y no por su claridad expositiva— Isis sin velo (1877) y La doctrina secreta (1879).

Su legado incluye también la fundación en 1875 de la Sociedad Teosófica, un grupito de ocultistas que consiguió hacerse con los ahorros de un buen montón de ingenuos, entre los que había escritores, como la poetisa Ella Wheeler Wilcox o el dramaturgo irlandés William Butler Yeats, e incluso científicos, como Alfred Russell Wallace, colaborador de Charles Darwin, o Thomas Alva Edison. Todos ellos buscaban en la Sociedad Teosófica un complemento espiritual a sus inquietudes. ¿Quién no ha sentido alguna vez el peso de cierto vacío interior, dudas religiosas o científicas? ¿Quién no ha deseado convertirse en un iluminado, como ofrecía la Sociedad Teosófica por cuatro perras? Madame Blavatsky, que despreciaba hasta el sarcasmo la ciencia materialista, prometía con sus enseñanzas el acceso a la comprensión de los misterios de la naturaleza. En pocos  años, la Sociedad Teosófica contó con sedes en todo el mundo y cientos de miles de adeptos, como explica Peter Washington en su obra[1].

Un día descubrí por casualidad La doctrina secreta de madame Blavatsky en una librería de viejo del Raval, regentada por un alemán que supo venderme el producto: libros ignotos, editados a principios del XX; ejemplares únicos cuya sabiduría abría las puertas a la comprensión más profunda de la realidad. Solo diré que le compré los seis volúmenes de La doctrina secreta de Blavatsky, así como el Tratado Elemental de Ciencias Ocultas, de Papus (Doctor G. Encausse) y el volumen Los grandes iniciados, de Shure. Antes de meterlos en la mochila conocía el poder salvífico de aquellos libros.

Ciertamente no pretendía iniciar una senda espiritual hacia la verdad intemporal; tampoco necesitaba llenar un vacío interior, ni encontrar argumentos contra la ciencia empírica. El valor de aquellos libros residía en su potencial inspirador. En este caso, me ayudaron a superar la asignatura Filosofía de la Naturaleza, cuyo planteamiento era tan ambiguo que me permitió jugar con estos temas. El profesor defendía que el verdadero conocimiento del mundo no puede proporcionarlo la ciencia positiva, sino la metafísica. ¿Y qué distancia separa la metafísica de la ciencia oculta, si uno sabe cómo enturbiar los conceptos y hacerlos compatibles? Los científicos, solía decir el profesor, son una especie de fontaneros del universo, poco más que meros soportes técnicos: arreglan los escapes de las cañerías, pero no explican el por qué de la existencia de las cañerías ni el origen del agua que fluye por ellas. Para acceder a la Verdad con mayúscula hay que superar la apariencia y descubrir la razón última de las cosas. ¿Y dónde reside esa última razón? ¿En la metafísica? ¿En el ocultismo? ¡Allí estaba madame Blavatsky para echarme una mano!

«El conocimiento de este bajo mundo, dime, amigo, ¿qué es?, ¿falso o verdadero? ¿Qué mortal se cuida de distinguir lo falso? ¿Qué mortal conoció jamás lo verdadero?», escribió Blavatsky en La doctrina secreta.

¿Será necesario añadir que mi trabajo se saldó con un diez, a pesar de que no dejé traslucir ni por un momento mi punto de vista sobre el tema? La ambigüedad es también un magnífico recurso para ocultar lo que se sabe y disimular lo que se ignora. Y como en aquella ocasión estaba convencido de que el profesor no iba a leerse los seis volúmenes de La doctrina secreta, no me importó mencionar a madame Blavatsky en la bibliografía.


[1] Quien se interese por las vicisitudes de esta tropa, debe consultar el libro de Peter Washington El mandril de Madame Blavatsky. Historia de la Teosofía y del Gurú Occidental (Ediciones Destino, 1995).