Cuando voy al Mercado Central desde mi casa procuro pasar por la cuesta de los mimos. No todos son iguales en su originalidad o en su encanto. Los hay burdos y los hay delicados, aliens de poca monta, que a los críos les encantan; brujas mediocres con varita y caperuza, pero también personajes realmente sugestivos. Yo elijo a quién ayudar con mis monedas y nunca hago una foto, pero les miro y respondo a su gesto o ademán con un beso silencioso al aire, que seguro que les llega, porque siempre hay un plus de sonrisa de vuelta en sus rostros pintados.
Encontré a la primera gran mima de mi vida en las Ramblas de Barcelona, durante un viaje de trabajo: una reunión para preparar un ciclo de conferencias sobre cine fantástico en la Fundación. Me perdí por los corredores de las oficinas, como es habitual en mí, y casi tuve un disgusto con un segurata paranoico, pues sin darme cuenta me salté un control y me metí sin querer en una zona reservada del Banco. Al salir, después de una reunión pesadísima, en la que se perdió el tiempo debatiendo qué entendíamos por «fantástico», me sentía algo sola y decaída. Comí en una cafetería donde todo, hasta la cerveza y el café, sabía a grasa, y antes de tomar el Euromed para volver a mi casa di un paseo para hacer tiempo. Me metí en una exposición de fotografía de guerra y salí despavorida porque las fotos se me escapaban, no podía verlas aunque quisiera. Todos aquellos escombros y filas de muertos en el suelo desaparecían cuando me aproximaba.
En la calle hacía frío y estaba nublado. Entonces la vi. Era de color gris oscuro con brillos de vestuario teatral. Estaba sentada sobre un cajón pintado de aquel mismo lúgubre color, y su maquillaje tenía reverberos plúmbeos y malva de resucitada. Un alto moño recogía sus cabellos negros con un clip —«recogeabuelos» se los llama en mi tierra castellana— en forma de rosa negra. Aquella maravillosa muñequita gótica de labios morados, ojos bajos y grandes ojeras sombrías no movía una pestaña. En una mano llevaba un abanico de encaje negro y en la otra un rosario con la cruz invertida. Había que fijarse mucho para advertir aquel pequeño detalle satánico. Fue encontrarla y removerse mi serotonina. ¡Qué cosa más bonita!
Me acerqué embelesada a contemplarla y a depositar una moneda en su falda. Había que acercarse mucho para dárselas. Las llevaba allí, en su seno, como otros mimos en un sombrero en el suelo o en una caja de metal resonante para calibrar la dádiva según el tintineo de las monedas. Cuando estuve frente a ella alargó la mano del rosario, calzada con un guante de tul telaraña, para recoger mi óbolo al tiempo que me lanzaba un beso de morrito. Todo lo demás permanecía inmóvil en ella como un bloque de granito gris. Los ojos bajos se abrieron lentamente y se clavaron en los míos. Permanecí delante, como hipnotizada. No me marchaba. Entonces rompió su inmovilidad y me hizo una leve caricia en la cara al tiempo que abría su abanico, que hizo «¡raaasss!». ¿Cómo es posible que no pudiera ver yo las fotografías de la guerra y sin embargo viera aquella representación del arte callejero, con sus lúgubres colores y sus tres dimensiones, y que sintiera el frío de su mano en mi mejilla? Me había enamorado de su ingenuo encanto.
¿Y qué pasó después? No hay respuesta porque únicamente ocurrió. El reportaje de la guerra tuvo un después: me fui de la sala disgustada. La caricia de la mimo gótica no generó movimiento alguno en el cosmos, no tuvo un después, pero su imagen quedó flotando para siempre en mi memoria y no me abandona.
*** *** ***
Decía yo que, de vuelta del gran Mercado o catedral de las nourritures terrestres, suelo pasar por la cuesta de los mimos. Hay varios, pero yo sólo tengo dos. Mis elegidos. Uno es una muchacha atrapada en un cuadro de lienzo pintado con vivos colores, que se dispersan en la tela sin orden lógico, como en una pintura del expresionismo abstracto. Ella asoma por una brecha que no se aprecia y forma parte de la pintura, confiriendo a ésta una zona con volumen, su propio busto, integrado en los colores. Un turbante cubre su cabeza, y lleva un abanico como la gótica, todo ello parece integrado en el mismo cuadro, de un solo brochazo.
Cuando este juguete óptico no se mueve, parece un simple cuadro de poca monta con un bulto en el centro. Lo bueno viene cuando la mimo oye caer las monedas en la caja de galletas metálica que tiene ante sí. Entonces suspira, mueve el cuello con coquetería, se abanica y te lanza un beso. Advierto claramente que las dádivas cutres —suenan poco: unos céntimos— de los turistas o de las familias con niños, confieren a su movimiento un toque de fastidio funcionarial. Yo no quiero nada de ella, ni fotos ni cachondeos paletos, pero cuando me mira le devuelvo una mirada amorosa que, creo yo, percibe, porque su gesto es más cálido. Tal vez piense: «ya está aquí la rubia esta de los dos euros que tanto me admira…».
El segundo mimo parece a primera vista menos artístico, más banal. Es un vaquero con toda su parafernalia —botas, sombrero, pistolas, bullwhip—, embadurnado de purpurina cobriza, subido a un pedestal. Permanece inmóvil hasta que la caja suena. Entonces hace ademán de desenfundar, se toca el ala del sombrero o, si lo que oye y ve es más sustancioso, hace alguna travesura con el látigo. Pasando un día por delante sin mayor interés hacia él, dejé caer en la caja unos céntimos. Iba de prisa y no me detuve a mirarle a los ojos como suelo, aunque percibí algo interesante en su aura. Al cabo de poco tiempo, eché unas cuantas monedas y le miré, y el mimo se llevó la mano al sombrero y habló. ¡Oh! «Muchísimas gracias, señora» con fuerte acento latino. Era peruano, como Laurel, el nativo que me había ayudado con mis vertebras cervicales doloridas por medio de una terapia sacrocraneal. Me tocó la fibra de fraternidad con los hispanos y a la vez siguiente mi propina fue mayor, para oír, si acaso, un poco más de su voz.
«Muchísimas gracias, señora. Que tenga un lindo día, gracias», sin ninguna gesticulación y tono amistoso. ¡Había llegado al mimo vaquero, cuyo rostro de águila como los perfiles aztecas de Eisenstein percibí claramente bajo la purpurina!
Cada vez que lo veo y nos saludamos siento uno de esos deseos apremiantes a los que no hay que arriesgarse a sucumbir. Me gustaría preguntarle su nombre, invitarle a una cerveza y pedirle que me contara cómo había llegado a convertirse en vaquero de purpurina.
Él lo haría encantado, se le ve un hombre bueno y amable, pero, claro, cantaría mucho caminar por la acera abarrotada de guiris con aquel country boy de metal. Nos harían fotos, la purpurina le molestaría fuera de la sombra en la que se sitúa… No sé. Un deseo más, que también desear es un placer y, a veces, mejor que la realización del deseo, como dijo André Gide.
Hace unos días, le pregunté su nombre. Dudó —quizá prefería guardar el anonimato por alguna cuestión referente a sus papeles—, pero finalmente dijo, o creí oír: «Lupo». Yo dije: «Mariposa». Respondió: «Encantado, señora Mariposa». Ambos mentíamos, pero la intención era buena y los nombres bonitos.
Cuando vuelvo a casa, mi marido me pregunta:
—¿Qué? ¿Ya has echado de comer a tus mimos?
«Hoy la del cuadro no estaba». «Hoy estaba el westerner». «Hoy estaban todos y había uno nuevo pero no me ha interesado…».
Algún día estará también la gótica de las Ramblas. Amore per tutti.