UNO
Tengo seis años y hoy es Navidad. Hace frío, es normal, estamos en pleno invierno en la calle. Vuelvo a casa de la mano de mi madre, allí estaré calentita, me esperan mi padre y mi abuela. Mi abuela está enferma, no se levanta de la cama desde hace días, pero hoy es Navidad y todos hemos de ser felices, incluso mi abuela enferma.
Subo las escaleras y espero pacientemente a que mi madre introduzca la llave en la cerradura y abra la puerta, lanzo mi abrigo azul encima de la silla más próxima y salgo corriendo por el pasillo hasta la habitación de mi abuela. No me doy cuenta de la cara triste de mi padre y la cara de circunstancias de mi madre. Entro en la habitación, huele raro y está casi a oscuras, tan solo percibo la escasa iluminación proveniente de una pequeña lucecita encima de la mesilla de noche; me quedo parada a medio metro de la cama de la abuela, está increíblemente quieta. Su rostro, blanco como el marfil, no se gira a saludarme, sigue fijamente mirando hacia el techo. No, no mira el techo porque tiene los ojos cerrados y una sábana blanca la cubre hasta el cuello.
—¡Abuela, abuela!
Mi madre entra disparada al oírme, me coge de la mano y me arrastra literalmente fuera de la habitación.
DOS
Hoy es un día especial, al salir de la escuela hemos ido a pasear con mi madre por el distrito de Ciutat Vella, cerca de las Ramblas. Se celebra la Fira de Sant Ponç, llena de tenderetes de herboristerías y de otros puestos donde venden miel y quesos caseros. Hay muchísima gente y es difícil deambular sin perderse.
—¡No te apartes de mi lado! —dice mi madre, cogiéndome de la mano, como si fuera una niña pequeña.
—¡Mamá, que ya tengo doce años!
Sorteamos los transeúntes hasta girar por la calle Hospital. Me quedo ensimismada observando la cantidad de hierbas de distintos olores y aspectos, agrupadas en racimos y sujetos con una cuerdecita de esparto. Mi madre, aficionada a los mejunjes, no duda en adquirir varios de estos ramilletes para hacer infusiones. Así mismo, guardará algunos debajo de la cama durante todo el año hasta la siguiente festividad de Sant Ponç, puesto que, según la tradición, esto les otorga un mayor poder curativo. Estamos en pleno mes de mayo, momento máximo de floración y esplendor de las hierbas medicinales.
—Ahora iremos al otro lado de la calle a comprar miel y requesón —dice mi madre, tirando de mí.
Cruzamos, a duras penas, entre el gentío y estamos a punto de alcanzar la otra acera cuando, de repente, sale de entre la muchedumbre, sin haberlo percibido ninguna de las dos, un muñeco grotesco que se planta a un palmo de mi cara: un cabezudo. Este ser desproporcionado, con un cuerpo de niño y una cabeza descomunal de cartón-piedra, me mira fijamente con las cuencas de sus ojos vacías. Me quedo paralizada, presa de un estupor exagerado, la cabeza me da vueltas y caigo desmayada al lado de mi madre provocándole una inesperada y desagradable sorpresa.
Desde aquel día memorable, no puedo acudir a los desfiles de gigantes y cabezudos que se organizan en la ciudad para festejar fechas señaladas.
TRES
Muchos años después, hallándome en una clase magistral impartida por un renombrado psicólogo dentro de la programación del postgrado de mis estudios universitarios, me motiva la mención del impacto visual que ciertas imágenes dejan en nuestro cerebro provocando reacciones insospechadas.
Al terminar la clase, me acerco al profesor y le comento que agradecería sobremanera si pudiese esclarecer algunas de mis aprensiones más incoherentes.
El profesor, muy amablemente, me cita en su despacho al cabo de una semana de haber asistido a su ponencia.
—¡Adelante, adelante! Siéntese por favor.
Tomo asiento en una silla tapizada de cuero negro, al otro lado de una mesa repleta de libros y papeles a ambos lados, dejando tan solo visible la parte central donde el profesor escribe sus anotaciones durante las visitas. Reconozco mi nerviosismo inicial, ya que transcurre un buen rato hasta que consigo relajarme y entrar en un estado donde los recuerdos se amontonan en mi memoria, con prisa por ser exteriorizados, en aras a la búsqueda de soluciones.
Guiada por el psicólogo empiezo a remover los recuerdos más destacables de mi niñez, hasta llegar a los seis años: el rostro de mi abuela muerta que sobresale de la cama es lo único visible desde la perspectiva que me permite mi altura a tan corta edad. Esta imagen, inesperada y traumática, ha quedado grabada en mi subconsciente, relacionándose al cabo de unos años con el impacto instantáneo de otro rostro sin vida: el del cabezudo de la feria de San Ponç.
Reconozco que, aun sabiendo la relación entre ambos y, habiendo madurado aparentemente con la edad, siguen infundiéndome un miedo irracional los cabezudos.