Cuando yo era pequeña íbamos al pueblo de mis padres todos los veranos. Para mí era como ir al infierno, hasta que conocí a Dulce Nombre de María Pajares García, conocida como Mari Tizones, una auténtica silvana montaraz, más mala que un dolor, que me inició en la quema de arbustos, el robo de huevos de los nidos, la inundación de hormigueros con gasolina, la tortura de lagartijas vivas con cuchillas de afeitar y otras diversiones campestres. Luego supe que aquello se llamaba sadismo y estaba mal visto por los protectores de los animales, pero, ¿qué iba a saber una niñita inocente?
Mi familia no quería que me tratara con la Tizones porque su padre era carbonero. Se conoce que la casta de los que trabajaban con el carbón era inferior a la de los funcionarios de correos como mi padre. Así que los pobres también eran clasistas; entonces lo intuía, pero no conocía la palabra y menos la venenosa idea que encerraba. Decían que no se lavaba y que olía mal, pero a mí siempre me gustó el olor de la Mari. No hacía ni caso y cuando podía me escapaba, sobre todo aprovechando las siestas, y me iba en su busca. Solía parar por el río entre las cañas, como el dios Pan, matando y comiendo lo que encontraba para engañar el hambre en aquella posguerra de mierda, ya fueran ranas o unos frutos silvestres de pinchosa corteza azul, en cuyo interior había una gelatina que olía a podrido pero que estaba buenísima.
Lo único que la Mari Tizones respetaba sin depredarlo era los cobijos de los lirones, de los que decía que le caían bien porque se pasaban la vida durmiendo, como le gustaría hacer a ella cuando fuera mayor. Pulsión de muerte, supongo. La acompañé en muchas expediciones. Por regla general, los lirones vivían apelotonados en los huecos de los troncos de las encinas y en las cabrerizas abandonadas. La Mari los cogía, se los ponía en el dorso de la mano y les hacía carantoñas, a lo que ellos respondían aplaudiendo con sus manitas rosadas y gran centelleo de sus ojos de cristal negro. Nuestra diversión preferida era jugar con ellos aprovechando su talante travieso y afectuoso. No se asustaban de nosotras, se conoce que se olían que íbamos en son de paz, no como los perros y los gatos silvestres, que se los comían vivos. Eran lo más mono que he visto en mi vida, gorditos, cubiertos de un pelaje suave y denso, y la cola larga y plumosa, no como el rabo pelado de las ratas sino más bien como el de las ardillas.
El primer lirón muerto que vi, cuyo duelo me hizo saber lo que se sentía ante la pérdida de un ser querido, fue el que mi abuela mandó al infierno de un escobazo cuando lo encontró en el desván donde yo dormía, creyendo que era un ratón. Se había escapado de la caja de zapatos con agujeros en la que yo lo guardaba. Lo amaba tiernamente y él me correspondía, y además me libraba de las arañas y otros bichos que eran su fuente de proteínas. Mi desolación fue grande. Aquel lirón, llamado Peluso, era una bella y buena criatura que no merecía tal suerte. Incluso muerto parecía bonito, pero, claro, no era lo mismo, le faltaba el hálito vital que nos permitía ser amigos.
En el Instituto de Santas Flora y Lucila Mártires, donde cursé el Bachillerato, teníamos una profesora de latín un poco chiflada, que nos enseñaba muchas cosas sobre los romanos, fuera del programa, para no aburrirse o aburrirnos. Un día, cuando ya estábamos hasta la coronilla de las hazañas de César en las Galias, dedicó casi toda la clase a instruirnos sobre las comidas. Nos habló de las delicias de los banquetes de los ricos: las ostras con una perlita de regalo para los invitados, la vulva de cerda engordada con higos, los fetos de conejo arrancados de la madre, la lengua de pelícano… ¡y el lirón, llamado en latín glis! Supe por ella que los glires no eran cazados en el campo como conejos —no hubieran tenido ni para un aperitivo—, sino criados en las villas rústicas o en las granjas, en unos corrales de paredes lisas para que no se escaparan trepando. En el invierno, época de su hibernación, les construían unos habitáculos de arcilla en forma de jarras o tinajas, y allí los dejaban con alimento suficiente para que engordaran en la oscuridad. Los comían asados, rellenos de carne picada de cerdo y de sus propias patitas, y luego cosidos con hilo de seda para que el relleno no se saliera. Parece ser que uno de los condimentos con que les daban buen sabor era la miel. ¡Puaj! Recordé por un momento a mi amigo Peluso y a la Tizones, y por mi mejilla corrió una furtiva lágrima de añoranza. «¿Qué te pasa, tienes la regla?» me preguntó mi compañera de pupitre.
Pero lo peor estaba por venir y tardó décadas en suceder. La ciudad donde vivo actualmente posee el Mercado Central más grande y hermoso de la Unión, un monumento de hierro, cristal y cerámica de principios del siglo pasado, que alberga los alimentos más ricos de la tierra. No compro allí, pero cuando me encuentro deprimida me doy una vuelta por él. Su belleza, la luz coloreada que penetra por sus ventanales y la cúpula del crucero, la calidad y frescura de sus productos —tan bien presentados que parecen artificiales—, y la mezcla de olores a carne casi viva, pescado, especias y frutas relucientes me elevan el ánimo tanto o más que los fármacos del Dr. Salpetrier, que cuida de mi mente. No obstante, un día vi —o creí ver, como si en vez de fármacos estuviéramos hablando de ácido lisérgico o del cornezuelo del centeno— un puesto en el que se apilaban pulcramente un buen número de diminutas jaulas, cada una habitada por dos o tres bolitas de pelo como cachorritos. Me extrañó. En aquel mercado no se vendían mascotas, sino cadáveres de animales de dos o cuatro patas, desollados y troceados pulcramente.
—¿Qué son? —pregunté al gordo y colorado vendedor mientras, presa de un ligero vértigo, me agarraba al mármol del mostrador.
—Lirones recién llegados, señora. Me los quitan de las manos.
Flipé. ¿Lirones? Pero ¿cómo que lirones? En esto se acercó una maruja que le pidió con toda naturalidad media docena.
—¿Quiere que se los arregle? —preguntó el hombre alborozado.
—Pues, sí, si me hace el favor. Si no, se me pone perdida la cocina…
—Eso está hecho.
Y sacando a los seis pelusitos de las jaulas, comenzó la masacre. Primero los decapitó con pericia con un cuchillo de carnicero, ¡zas! Ni se enteraron. Luego les arrancó la piel y les cortó la cola. Yo miraba hipnotizada.
—¿Le pongo las cabezas?
—No, no.
El hombre desalojó con un movimiento las cabecitas pasando el cuchillo por el mármol. Ignoro a donde fueron a parar. Se me cayó el bolso al suelo y se desparramó parte de su contenido. La barra de labios fue a parar a los pies de la compradora. Cuando me hube levantado, vi que el tendero envolvía los cuerpecillos —palpitantes, me pareció— en papel encerado, los pesó e introdujo el paquete en una bolsa de plástico, que tendió a la señora con las manos manchadas de sangre y una gran sonrisa.
—Treinta euros, señora.
—¡Caray —exclamó ella—, se están poniendo imposibles!
—¿Cómo piensa usted cocinarlos? —pregunté tartamudeando un poco.
—Fritos al ajillo —respondió la buena mujer—. Como siempre. Los abro, los machaco un poco con el mazo del almirez sobre la tabla de cortar y les pongo una guindilla al freír los ajos. Así quedan más sabrosos.
«Pues no deben de estar nada mal», me dije sintiendo que la boca se me llenaba de saliva, y ordené al hombre del cuchillo que me arreglara un par de ellos. Total, por diez euros… Ya tenía un buen aperitivo para la cena con mi amigo.