Los días de Molly

Cruzando los límites


Tenía la cara triste de un hada que ha perdido sus poderes y adoptaba con facilidad esa pose de dejadez no estudiada que nunca se encontrará en las estatuas, los cabellos ondulados y a la vez algo crespos, como si acabara de salir de una secadora industrial, un cigarrillo encendido colgando de los labios, la luz del día molestando su mirada, un abrigo de piel de leopardo gastado, abierto encima de un vestido ligero de seda que transparentaba sus pezones amarronados y grandes como castañas, muy besados y manoseados. Todo hacía presagiar una voz rasposa, de noches deglutiendo güisquis en un ambiente cargado de humo. Ni una sola mancha en el rostro y presumiblemente tampoco en un cuerpo en apariencia de porcelana, ajeno al sol, ejercitado en bailes alocados, pero también en bailes suaves con esos hombres silenciosos que le gustaban. Molly no besaba en la boca, le bastaba con la penetración anal, nada de coño, le sentaban mal los anticonceptivos y, además, decía que un día tendría novio y prefería mantener cierta integridad. Tampoco quería que habláramos, no tenía nada que contar y no quería saber nada de los demás. Con su culo podías hacer lo que quisieras, pero su mente era coto cerrado.

Era adicta al éxtasis. Cada día se fumaba dos paquetes de cigarrillos y se bebía una botella de güisqui malo desde hacía más de una década. Parecía haber nacido para eso, porque no tenía ojeras ni el menor rastro de decadencia, solo la aflicción propia de quien ha nacido en el mundo equivocado y quiere salir pitando.

Las pocas veces que hablaba, en los bailes lentos, me susurraba al oído un sueño recurrente. En él se veía atropellada por un tren y despedazada, pero después cada uno de los pedazos seguía con vida, intentando volver a unirse. Le hubiera gustado comprobar si eso podía suceder, si después de muerto seguías intentando moverte, te separabas de un cuerpo que había dejado de obedecerte, y no podías llevártelo, como uno de esos chicles pisoteados que no pueden despegarse del suelo o, peor aún, como uno de esos que hay bajo el asiento de un cine de barrio donde el conejo húmedo de una choni se revuelve con los manoseos de su novio, mientras en la banda sonora una estúpida canción hace saber que Emilia Clarke está dejándose comer los labios.

Encontraron sus restos en London Bridge, en el entramado de vías que salía de la estación, donde había ido una noche de borrachera decidida a conocer la verdad. Había despojos de Molly a lo largo de cincuenta metros. Los operarios que la encontraron al amanecer hallaron una extraña conjunción, como si todos aquellos pedazos hubieran intentado reunirse. Las manos se buscaban, los pies estaban alineados con los demás órganos en una geometría perfecta, como si un espíritu perverso se hubiera entregado a ello.

Entonces yo era policía en ese barrio y frecuentaba el local de Molly. Ella tenía un chulo y se acostaba por dinero solo con los tíos que no le gustaban. Me gustaba verla cuando llegaba, aún sobria, porque la melancolía que mostraba su preciosa cara era un reflejo de aquel mundo de pirados a los que no gustaba la luz de las mañanas. Cuando empezaba a beber, en la tristeza de sus ojos anidaba una profundidad que nadie podía comprender, pero su sonrisa te atrapaba como una telaraña, un paso adelante y caías en la red. El chulo la marcaba, le decía “aquel canoso con el reloj de quinientas libras, luego tienes la noche libre”. A los demás nos daba igual que ya estuviera manoseada, el cansancio la hacía aún más bonita, y cuando a mí me gustaba era cuando el alcohol volvía tiernos sus labios, y olías el tabaco de su aliento y el sudor de su cuerpo, con la noche avanzada, cuando tenía los pezones irritados y apenas tenías que tocarlos para que se estremeciera de placer. En la cama, era como si se muriera cada vez, y no era raro que quedara inconsciente después de retorcerse como si estuviera poseída y gritar en silencio con la boca muy abierta, mostrando aquel paladar rosa en el que desearías resbalar camino de su vientre.

Por aquella boca que abría cada vez que se corría debieron de ascender los demonios que quisieron unir sus pedazos, aquellos demonios que compartían los orgasmos y que perdieron con ella una forma de disfrutar de la vida que no iba a repetirse.

Intenté volver al local de Molly, pero sin ella era como estar en una celda atestada de borrachos sin alma, zombis de la noche a los que nada importaba. Dos años después, los mismos demonios me acompañan por todos los antros de la ciudad; lo sé porque me hablan, oigo sus voces dentro de la cabeza, buscamos lo mismo, unos ojos tristes en una cara que condense todo el universo, una telaraña donde caer y dejarse enredar, y la esperanza de unas noches interminables que se han convertido en el vano deseo de recuperar un tiempo que no volverá.