Soy de una incoherencia bárbara. Me hago el purista, pero de vez en cuando caigo en alguna de esas películas hechas por los norteamericanos para ser distribuidas por todos los rincones del planeta. En esos casos, si aguanto mínimamente y sigo la trama, aunque incómodo por sentir cómo me manipulan, noto que me podría emocionar hasta en los momentos que han trabajado para que me emocione. Suerte que estoy ojo avizor y cierro el paso a cualquier asomo de debilidad en ese sentido.
Me ocurrió hace poco en una visión televisiva, a la hora de la siesta, de Capitán Phillips (2013) que, pese a estar realizada por Paul Greengrass, debe seguro entrar a formar parte de esos poderosos blockbusters que fabrican las majors. En ella te hacen seguir la acción con el alma en vilo (adiós a las cabezadas), facilitándote tu identificación con el capitán y el resto de tripulantes de un enorme carguero norteamericano que surca las aguas del Índico cuando, de repente, se ven abordados por cuatro famélicos y descerebrados piratas somalíes.
Para que esa identificación funcione a la perfección y no haya forma de frenarla, el barco lleva un más que honesto material humanitario para los pobres africanos, todos sus tripulantes son bellísimas personas superadas por las circunstancias y su capitán, cuya peripecia se sigue más tarde con precisión, es nada menos que Tom Hanks. Ni qué decir tiene que el comportamiento del capitán es no sólo absolutamente heroico, sino también de lo más humano: se muestra preocupado por las vidas de su tripulación, pero también por las de esos desgraciados somalíes. Hacia el final, los guionistas llevan al capitán Philips, ya todo intentado, a llorar amargamente, gritando lo mucho que quiere a su mujer y a sus hijos, a tantas millas marinas de su desesperación. Ese es el esforzado momento que los hacedores de la película han preparado para provocar una catarsis y que todos los espectadores suelten una lagrimilla, compungidos.
Los mecanismos pseudocinematográficos son tan rupestres como ese. Y para perfeccionar el mecanismo, no hay nada tan oportuno, en general, como la música. De ahí la saturación musical en este tipo de películas y series televisivas, reforzando el mensaje. Lo que pasa es que, de tanta redundancia, los fabricantes actuales de estas piezas acaban ahuyentando a cierto público, entre el que me encuentro.
Eso no quiere decir que sea inmune a la música y no reaccione con la emoción que buscan cuando la insertan (en las dosis y con la pericia adecuada) en la banda sonora de una película. Así surge -por fin, pues he retrocedido quizás demasiado con la intención de coger carrerilla- el principal motivo de este “Casi lloré”, que no es otro que mencionar cómo siempre estoy a punto de llorar a moco tendido con la visión de una escena de una de las películas más populares de François Truffaut, La noche americana (1973). Concretamente aquella en que, después de varios intentos fallidos, se ve cómo la compleja escena del rodaje en el decorado de la plaza requiere de la acción de multitud de extras perfectamente sincronizados. Me embriaga ver cómo, a pesar de su dificultad, todo al final sale bien. En ese preciso momento la épica música de Georges Delerue se alza casi tanto como la enorme grúa que nos permite ver que todo es un decorado. La sensación de oxigenación profunda, liberadora, pero al tiempo de lo más emocionante, nos invade como espectadores.
Lo recuerdo siempre al poner el disco. Claro que si escucho después el de 14 juillet (René Clair, 1933, con música de Maurice Jaubert), que tengo justo al lado, y suena eso de “À Paris, dans chaque faubourg”, me entra de nuevo la llorera. Como me pasa si oigo Time after time y, especialmente, la versión que de ella hizo hacia el final de su trayectoria Miles Davis. Será la música, que te lleva por caminos muy íntimos.