Lina

Zoom impertinente

 

Aquel día, Lina aceptó, sin protestar, que le asignaran la auxiliar flacucha para que la acompañase a la visita de traumatología. La muchacha apenas podría empujar el carrito de un bebé, pero, claro, como estaba en prácticas, y no le pagaban, nadie se había preocupado de comprobar si tenía la suficiente fuerza para empujar una silla de ruedas con una mujer mayor sentada sobre ella.

La doctora no le dio buenas noticias: la prótesis no acababa de fijarse bien, la inflamación no había cedido; mejor que continuara en la residencia, necesitaba cuidados y en casa estaba sola. «Sí, en casa estaba sola» -se repitió varias veces sintiendo una especie de descomposición en el estómago.

El camino de regreso era algo empinado y la muchacha resoplaba como si se hubiese agotado el aire en la calle. Lina ni la compadeció ni le gastó bromas como solía hacer.

A pocos metros de la puerta de entrada, la auxiliar, exhausta, se detuvo. Se rió de ella misma, de la debilidad de sus músculos, pero que en un mes serían de hierro porque el lunes comenzaba el gimnasio. Lina permaneció en silencio. Sus ojos se movieron inquietos entre los coches que transitaban por la calzada, las casas, la gente que caminaba tan ajena a su vida. Detuvo la mirada en un edificio que apuntalaban enormes columnas de hierro. Tenía los balcones despintados, el garaje con la puerta oxidada y un anuncio roto que colgaba de la fachada de lo que un día fue una buena tienda de muebles.

La chica, con energías renovadas por el descanso, consiguió al fin trasladar a su paciente a la residencia. Una vez en la sala, Lina, apoyada en su muleta, se refugió en un rincón desde el que no se veía a los ancianos que dormitaban ni oía a quienes jugaban a las cartas.

Cerró los ojos y escuchó una voz que le gritaba que no se dejase resbalar por aquella pendiente de vértigo que la llevaba hacia la nada, hacia el absurdo; que aún estaban las amigas que, de vez en cuando, iban a verla y la llevaban del brazo a merendar; el sobrino de Madrid que había anunciado una visita el mes próximo.

Pronto se encontró peleando con el sueño. Se removía en el asiento, se pellizcaba, para no parecerse a las viejas que cabeceaban en sus sillones.

Aunque el timbre del comedor la despertó bruscamente, disimuló el gesto. Pretextó que estaba mareada para no bajar a comer y la auxiliar le subió una bandeja con puré de verduras y pescado a la plancha que apenas probó.

A las cinco en punto, la enfermera le llevó un vaso de agua y unas pastillas.

—Ahora el paseíto, Lina— dijo, cogiéndola por el codo para ayudarla a levantarse.
—Un segundo, un segundo— respondió, deshaciéndose de las manos de la enfermera—. Puedo levantarme sola, gracias.

Lina siguió con la mirada a la enfermera hasta que desapareció por el pasillo que conducía a su despacho. «A la porra el paseíto -se dijo-. Hace frío en el patio. Voy a meterme en la cama a dormir hasta mañana».

Al extender el brazo para sujetarse a la barra de la pared, empujo la muleta que resbaló y cayó al suelo.

—¿Doña Lina le ayudo?

Sorprendida miró a su interlocutor. El hombre tenía un pelo ralo y blanquecino que dejaba a la vista una larga cicatriz en la cabeza. En el rostro se le dibujaba una vejez prematura. Durantes unos instantes lo contempló en silencio.

—Miguel, Doña Lina— dijo cogiendo la muleta del suelo—. Miguel Benítez.

Ella entonces recordó. Era el hijo de un compañero del instituto. Un chico solitario y extraño que había sido alumno suyo en el BUP.

—¿Has venido con tu padre?

Miguel negó con la cabeza.

—Me trajo la asistente social— dijo, tragando saliva—. Llegué hoy —prosiguió recorriendo con un dedo tembloroso la herida de la cabeza.

A Lina le entraron ganas de abrazarlo. Repentinamente, Miguel cambió el gesto y le tendió las manos.

—Aún leo griego— dijo, mientras la ayudaba a levantarse del sillón.
—No me lo puedo creer— Lina se cogió a él y se incorporó—. ¿Y qué textos lees?— preguntó con una voz aflautada, casi juvenil, comenzando a caminar cogida al brazo de Miguel.
—Compré unos textos bilingües y tengo el mismo diccionario que usted usaba en clase.

En la recepción una enfermera y el auxiliar de turno se miraron cómplices al verles salir al jardín de atrás. Lina atendía las explicaciones de Miguel sobre sus lecturas de griego, le hacía puntualizaciones como si estuviesen en clase.

Era principio de otoño y el atardecer serpenteaba entre los plátanos haciendo reverberar las hojas que aún quedaban en los árboles y pintaban de marrón intenso aquellas otras que, empujadas por la suave brisa de la tarde, iban cayendo al suelo. Lina se detuvo y señaló a Miguel la luz naranja que invadía todos los resquicios del jardín.

Después prosiguieron con pasitos lentos, al ritmo que podía marcar la cadera todavía sin soldar de Lina.