Las palabras de otros

Solo, por favor

 

Cerca de las palabras habita un ser misterioso que nadie puede desentrañar. No es algo de lo que preocuparse mientras la vida sonría. Es un monstruo inquietante que engulle ideas y machaca las mejores acciones, salvo en esos instantes de felicidad que muchos a veces tenemos. A este ser enigmático nada le seduce tanto como nuestro miedo al futuro, ese temor ancestral a la incertidumbre, en la oscura noche, en torno al fuego de la caverna, mientras las bestias rugen y aúllan en la inexpugnable naturaleza. Detrás de las palabras siempre hay alguna compañía: familiares, amigos, libros, radio… Pero la noche desierta también puebla en las almas de quienes siempre están solos. Y únicamente en esos casos las palabras carecen de sentido, pues apenas son ecos de significado heredados de personas que alguna vez les acompañaron. Son quienes están solos quienes luchan permanentemente por desentrañar ese misterio; los demás podemos salvarnos de vez en cuando con las palabras.

Seguro que lo has vivido en alguna ocasión, seguro que has procurado evitarlo siempre, seguro que conoces a alguien que vive la soledad sin quererla. No, no alguien como Elvira y Mici. Elvira y Mici se dan calor y cariño. Elvira es octogenaria y Mici tiene trece años, la edad gatuna equivalente. Con suerte, compartirán una primavera más. Naturalmente, Mici no responde con palabras a Elvira, por más que esta le hable al acariciarle el lomo. A cada una le basta con el tacto y el sonido de la otra. Algunos transeúntes no atienden a los ronroneos de ambas y les echan monedas al cartón en el que dormitan. Algunos céntimos caen en las mantas andrajosas y otros rebotan fuera de la acera, dependiendo de que salga cara o cruz; si caen de canto, suele ser cruz, pues se van rodando. El invierno está al caer, una noche más. Entonces, Elvira echa las mantas al carro y Mici se encarama a duras penas. Se encaminan al viejo trastero que una comunidad de vecinos decidió compartir con los servicios sociales municipales. Es un hogar, como también es la calle… mientras se tengan.

Si haces el ejercicio de echar la vista atrás, si además te atreves a reflexionar y si al fin consigues revisar algunas acciones cruciales, es posible que comiences a enfrentarte al maldito monstruo. Sin ser suficiente. No, en absoluto. Necesitas actuar. Si permaneces absorto en la meditación, estarás engullido. Ten en cuenta que las acciones no se pueden deshacer, sino realizar otras que quizás puedan corregir las anteriores. Y no siempre.

No puedes desdecirte, pero puedes pedir perdón (otra cosa es que te perdonen) y matizar lo dicho, o incluso cambiarle el sentido. No puedes tomar la decisión que no tomaste, sino, en todo caso, tomar una decisión similar ahora, pasado el tiempo, en otro contexto. No puedes recuperar el tiempo perdido, sino admitir que lo aprovechaste en otras cosas y que ha llegado el momento de aprovecharlo de otra forma. Puedes dejarte enamorar, por ejemplo. Claro que puedes (otra cosa es que te enamores). Puedes llamar a esa persona que te marcó hace años o puedes abrazarte a quien desea abrazarte ahora, y es posible que de ninguna forma te enamores. Puedes amar a varias personas y puede que no te ame ninguna. Puedes, puedes, puedes.

Elvira amó como nadie. Ahora solo intenta olvidar, pues todo son pérdidas. ¿Acaso no es otra cosa el pasado? Pero es imposible alejarse de las imágenes de la memoria a largo plazo, especialmente de las placenteras: los paseos por la Concha de la mano de Aitor, persiguiendo el sol que se escondía por el monte Igueldo; la sonrisa acaramelada de Flavio cuando ella le sorprendió subiéndose a cantarle Parole parole en la verbena del barrio; el sublime rostro apasionado de Juan haciendo el amor… Y no se siente sola. Porque no está sola. Aunque no estuviera Mici. Aunque viviera sola. Amó la vida y sigue amándola sin dejarse un ápice de belleza, de bondad, en cada cosa que hace. No, no está sola. Nunca lo estará mientras siga siendo capaz de crear historias. Combinando el pasado con el presente, sin miedo a mañana, sin miedo a perderse en la muerte, por más cerca que se halle.

El monstruo que habita cerca de las palabras abre sus fauces para devorar a quien se arroja a la soledad, a quien escoge llenar de vacío su paso por este mundo. Te devora cada vez que te dejas subyugar por las palabras de otros, cada vez que te aniquilas por un halago, cada vez que te vendes sin ser tú, justo cuando eres atrapado en las garras del qué dirán. Feneces en la creencia de que el futuro existe y de que es el que dicen sin cuestionarte por qué haces lo que haces. Cuando sigues viviendo los sueños de los otros, sus pesadillas y delirios, enganchado a las mil caras de la contingencia: a las campañas de prestigio o de desprestigio, al pensamiento único, a lo políticamente correcto, a la moda, a la envidia… Puede que pronuncies las palabras o que las pienses, pero no son genuinamente tuyas, porque ningunas lo son. Y cuanto más tiempo tardes en aceptarlo, más tiempo pasarás en la soledad de creerte que eres tú.

Así que, como veis, somos el ser y la nada envueltos en palabras de papel, pero siempre podemos escaparnos al cálido refugio que elijamos como propio, ese que nos deja ser como somos sin renunciar a los demás. Ese hogar en un viejo trastero que podemos compartir con una gata tan anciana como nosotros.

Es delicioso contaros esto mientras suena de fondo el fabuloso saxo de Coltrane en My favorite things. Sonrisas y lágrimas enlatadas en recuerdos que voy casando cuando puedo, cuando mi soledad me lo permite. Cuando reposo la última lectura de Poe, intrigado por el curioso método del doctor Tarr y del profesor Fether, aún sin hallar referencias, aún preguntándome si Monsieur Maillard no sería el más cuerdo de todos los huéspedes de la Maison de Santé. Me sonrío en el espejo del ascensor que me trae de la calle porque, después de un año sin ella, he podido mirarla sin sentir nada en especial. Lloro desesperado tras la llamada de un viejo amigo que me acaba de comunicar su recidiva. Contemplo expectante el cambio de estación y continúo vacilante en mis pensamientos. Tomo aire, tecleo estas líneas y, lejos de preocuparme por la presunta frivolidad del texto, me sereno en el caparazón de estas palabras que no son mías.


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