La verdad sobre el caso Bounty

La sombra liberada

 

Desde la estación del tren debo recorrer una decena de manzanas (doblar por calles cuadriculadas, pararme a tomar un café con hielo, fumar para apaciguarme; mientras observo sin interés ni amor la suave decadencia a lo lejos, cuando todo me parece un poco más vulgar y más feo cada vez que lo miro: las tiendas de mayoristas de ropa, los coches, semáforos, los anuncios del alcalde que se presenta a las elecciones, mientras evito el halo de hedor de los contenedores de basura, el cine que cerró, la discoteca que se derrumba tras décadas de abandono, la tienda de comida rápida que antes fue una librería mítica del catalanismo cristiano) para llegar a la clínica en donde se muere mi padre.

Entro en el edificio sobre las once de la mañana, en agosto y en esta ciudad que se seca y se agrieta en verano como una cucaracha herida. Es un edificio que quiso ser señorial y acaso lo fue, con una solemnidad ajada por el tiempo, las humedades y la herrumbre que se adueña de la mampostería sobrecargada del aborrecible modernismo catalán. En la tercera planta, tras la puerta, hay un recibidor que huele a desinfectante y a luz mortecina, amarillenta. Enfrente está la capillita, en penumbra. Siempre está abierta, como fauces de leopardo. Por su intención ecuménica o acaso por austeridad solo hay una cristalera de colores y algo que podría ser un altar, y luego las hileras de sillas con un pasillo en medio. Nada de crucifijos, ninguna imagen. Ninguna referencia explícita a algún dios concreto, a ninguna religión en especial. Aquí caben todos.

Mi padre lleva casi dos meses aquí, se muere despacio pero con seguridad, susurra con un hilillo de aire en sus pulmones carcomidos, protegido por su sábana, blanca y crujiente, y por su morfina. Llevamos ya varios días en los que apenas hablamos. Nos sonreímos, le toco el dorso de la mano y a veces se la tomo entera; su mano es un apéndice vegetal, áspero, desprovisto de gravedad, más bien frío. No queda nada de aquella mano temible que, en la infancia, impartía disciplina. Ahora es inocente, libre de toda culpa, mano que se prepara con ascetismo para empujar las puertas del más allá.

El compañero de habitación que tiene desde hace unos días es un hombrecillo correoso, pequeño, sonriente. Como todos los de la tercera planta, él también aguarda la muerte. Parece un roedor listo. Nunca le visita nadie; sin embargo, de algún modo le llegan unas cajas con barcos en miniatura para montar. Se pasa las horas construyendo réplicas de barcos famosos, desde el Pequod hasta el Almirante Nimitz, del acorazado Bismark a la carabela Santa María. Una vez terminados los dispone encima de un estante y supongo que alguna enfermera retira los antiguos para dejar lugar a los nuevos. Ahora está con un buque magnífico, con tres mástiles y bauprés, según veo en el estampado de la caja. ¿Qué barco es ese? Le pregunto. Y él, con una sonrisa ancha y un brillo chispeante en esos ojillos de ratoncito, me responde:

—Es la Bounty. Por lo visto, por lo que pone aquí, lo hicieron como carguero pero luego lo llenaron de cañones y se convirtió en bajel de guerra. Su capitán era nada más y nada menos que Marlon Brando.

Cuando me marcho para la estación del tren ya oscurece otra vez, como ayer a la misma hora. Cada día oscurece unos minutos más tarde pero es imperceptible al entendimiento. Me digo que, cuando llegue a mi casa, investigaré un poco y me informaré sobre la Bounty, y que mañana le transmitiré mis informaciones al hombrecito que se muere entre barquitos de miniatura. Me informaré de quién fue el verdadero capitán de la Bounty y le contaré la historia verdadera, que no es menos interesante que la versión que hicieron para el cine. Recuerdo algo del final de aquella historia, un relato sugerente sobre el destino de los marineros amotinados, que terminaron por dar con una isla que no constaba en los mapas de la época y así se libraron de la venganza de la justicia inglesa. Allí se aparejaron con mujeres indígenas, procrearon, se disolvieron lejos del mundo y las togas de los tribunales y las coronas y los cadalsos.

Dicen, y hacen bien en hacerlo, que los cuentos deben terminar con un giro inesperado que sorprenda al lector, pero este cuento no dispone de ese truco por más canónico que sea. Todo el mundo ha adivinado lo que sucedió varios renglones atrás: una vez bien documentado sobre la verdadera historia de la Bounty, y con datos anotados en una libreta de tapas negras y hojas lisas, al día siguiente me encontré con que el hombrecito que montaba barcos de juguete había muerto en la madrugada y estaba en su ataúd, pequeño como el de un niño, en la capillita sin dioses. Mi padre murió pocos días más tarde.