En una de las vitrinas del museo barcelonés de Cosmocaixa (antiguo Museo de la Ciencia), puede contemplarse una gota de resina fosilizada. A través de ella, trasmutado el ámbar en una vitrina con vocación de istmo (istmo entre dos tiempos remotos unidos por los mares del azar), pueden observarse, si se agudiza el ojo y afinamos la imaginación, pequeños puntos distantes como el iris de un alfiler: la respiración de una termita.
El insecto no existe. Ya no existe si un día existió. El desagüe de la historia lo ha succionado. Tampoco existen las distancias, los miedos, las costumbres, los días, las migrañas que esa isóptera ausente llevaba al termitero. Sí su respiración.
A veces me gusta parangonar la poesía con esa esquirla de aire que traspasa las carnes, las pieles, los milenios. Me agrada creer que estoy en Santa Clara (Aviñón) cuando leo los versos de Petrarca, que esa mujer anónima que arrastra sin placer un carro de verduras no se llama Hortensia sino Laura, que el hombre panzudo que la espera en su piso (su piso de treinta metros por siempre mal cuadrados) no se llama Remigio, sino Hugo de Sade.
Me complace pensar que los años autistas en los que lloro y muero, confluyen en un año (1327) sobre la sien dorada de un solo seis de abril. Me divierte mojar las puntas de mis pies en las aguas atlánticas de Pablo Neruda; levantar al vuelo un epigrama de Marcial y oler bajo él los efluvios latinos de Calatayud, los aires bohemios de su vida en Roma.
Y en esos viajes lisérgicos entre el silencio, la termita y la palabra, un temblor viene a mí y respira en mi vientre como aquel insecto lo hiciera ayer, en la grupa ulcerosa del viento. Y un verso atrapa ese zarandeo anárquico e imprudente. Y el dolor adquiere cuerpo de esfera. Y desaparezco.
Todas las gentes presentes desapareceremos del mundo algún día. También se irán las gentes que han de venir, si vienen, en un tiempo futuro. Pero quedará su respiración dentro de una lágrima ambarina.
Hay gentes que gustan de introducir barcos, nombres o besos en un grano de arroz. Y esos barcos navegan cuando ya el mar no existe y no existen los puertos. Y esos nombres nombran cuando ya todo es mentira o una negra verdad. Y esos besos besan cuando ya no hay labios ni siquiera memoria que los ice al mástil de una tierna galerna. Respiran.
Eso, no otra cosa, es la poesía.
Ese respirar.
El respirar de la termita.
El respirar del mundo.
El respirar del ayer, del hoy, del mañana, de la eternidad.