La prosa debe ser fea y la poesía, ñoña

La sombra liberada


A la prosa se va con exigencias: que se sepa quién, dónde, cuándo, por qué. Que todo cuadre, que todo sea perfecto: los motivos, las causas y sus consecuencias, la revelación de una verdad aprehensible y lógica. Parece que la prosa se escriba para los malos lectores, a quienes hay que dárselo todo precocinado y, a veces, predigerido como un vómito. A la poesía solo se le pide el cómo y a veces nada, solo bellas palabras cultas y difíciles, dulcemente enlazadas, como por ejemplo perfumada sinécdoque. A la poesía se le exige muy poco, casi nada. Quien no sabe escribir un relato escribe poemas y seduce a jovencitas ingenuas con cuatro versos que contienen dos ingeniosas subordinadas. Y siempre antepone el adjetivo al nombre, como en pavoroso incendio.

A la poesía no se le exige ni tan solo que alcance el límite derecho de la hoja. Un derroche de papel y de blancura impresentable en esos tiempos de ecologismo consciente, cuando sabemos que el planeta se nos muere por el exceso de egolatría, de codicia y de narcisismo en verso libre. Ni tan solo se molestan en rimar. La poesía contemporánea debería estar prohibida. La mejor poesía que he leído se la debo a William Faulkner, que tuvo la precaución y la elegancia de escribirla en prosa. El intento de Baudelaire con la prosa poética estuvo bien, pero por lo visto no fue comprendido y los versificadores insisten en su manía contumaz.

La mañana en que me levanté con esos pensamientos tenía que ir a recoger un envío en una agencia de transportes que está en las afueras de mi ciudad triste y provinciana. Anduve por unas calles desconocidas y pensé que mi ciudad era mucho más extensa de lo que la había imaginado. Vaya chasco. Siempre me sentí extranjero y charnego, de modo que no me sorprendió nada desconocer los límites de la ciudad en la que habito.

Cuando andaba por una calle larguísima y de paredes lisas, blancas y simétricas, creí ver a mi madre en el fondo, bajo la sombra de un alero minúsculo. Mi madre sostenía algo en sus manos, algo parecido a una soga. Cuando estaba cerca de ella descubrí que era un cordón umbilical. Me di la vuelta a toda prisa, preso del horror.

Poco más allá vi la entrada a una librería de segunda mano y me metí en ella como el culpable que se oculta en un callejón para burlar a la policía. Me compré un ejemplar de la Ficciones de Borges editado por el Banco de Bilbao. Estaba nuevo. Nadie lo había abierto jamás y sus páginas olían a geranios. Me pidieron tres euros y me senté a leerlo en el bar de una familia china, en la plaza de Mossèn Cinto Verdaguer. Me cobraron un euro por el café, de modo que leí a Borges por un total de cuatro euros, que eran, más o menos, seiscientas setenta pesetas de cuando yo era joven. Entonces eso era mucho dinero.

Abrí el libro al azar y di con el cuento del Tema del traidor y el héroe. Lo leí de un tirón y a cada frase me sentía peor: estaba seguro de haber leído ese cuento en la juventud, y de que ese cuento no tenía nada que ver con el que leía ahora, acurrucado en el bar del chino. Ese cuento no se parecía en nada al que leí a los veinte años, y era mucho más breve. Cuando lo leí por primera vez, ocupaba unas veinte páginas y trataba de un héroe medieval que acude a una batalla y muere en ella de forma cobarde y poco elegante, y luego Dios le permite regresar a la vida para acudir de nuevo a la batalla y morir de nuevo en ella, pero victorioso y ejemplar. Ahora, sin embargo, el cuento de Borges ocupa solo cinco hojitas y trata de nacionalistas irlandeses en el siglo XX, y el asunto habla de un irlandés traidor (en catalán, botifler) que se las ingenia para quedar como un héroe cuando, en verdad, solo fue un delator. Es un cuento ingenioso y muy borgiano, pero no es para nada el cuento que leí siendo joven. Algo raro ha sucedido. Quizás la vida es eso tan raro que ha sucedido. No soy nada conspiranoico pero estoy convencido de que hay una oscura trama que pretende engañarme a costa de Borges y de sus cuentos cambiados que alguien deposita en el anaquel de una librería de segunda mano en la que me refugio para esquivar a mi madre y el cordón umbilical que blande como el verdugo su estricta cuerda.

Por todo eso aborrezco la poesía elegante y reivindico, desesperadamente, la prosa incomprensible y fea.