La nevera de Giorgio Agamben 

La sombra liberada


En el duermevela ando por una calle que discurre entre muros color sepia, altos, lisos, sombríos. Presiento algo fúnebre. De repente, aparecen una decena de retratos en blanco y negro pegados con cola en la fachada del este. La cola todavía rezuma, fresca y  reluciente. El hombre que pegó esos carteles pisó unas gotas del engrudo y dejó unas  huellas en los adoquines. Andaba de un modo raro, quizás a la pata coja de vez en cuando, y su recorrido era azaroso, propio de alguien lunático que deambula consumido por pensamientos crípticos. Quizás contemplo una parte de un ritual incomprensible. El hombre de los carteles es Giorgio Agamben, le reconozco enseguida por esos ojos azules e inquisidores, de seductor antiguo y eficaz. Me pregunto: ¿cómo sé que son  azules esos ojos, si la foto es un estricto blanco y negro? Los grises, claro: son los  grises. Los matices de ese gris, que es azul en algún rincón de la mente. Intuición, deducción, inferencia. Como sea que lo sé, sé que son azules. 

Una vez tuve que buscarme un abogado: las razones, muy penosas, no las voy a contar. Y es una pena que no lo haga, puesto que quizás esas razones harían mucho más  interesante este texto. El letrado era un hombre mayor, inscrito en una butaca vieja, de caoba y cuero cuarteado. Encima de la mesa, marquetería solemne, tenía montones de  papeles, un tintero y un secador de tinta, una lamparita desubicada, de plástico barato, y un águila de bronce que descendía con sus garras voraces encima de una presa que el escultor soslayó. Que cada uno se la imagine. Creo que más de uno, como yo, se vio a sí mismo en esa presa ausente, en la elipsis de un escultor desconocido y, por consiguiente, elíptico también. 

El abogado, al borde de la jubilación, sufría alguna disfunción respiratoria. Sus  pulmones sonaban como esas locomotoras de vapor que solo conozco por las viejas películas. Pero sus ojos conservaban un azul primigenio, infantil, pura chispa celeste en un rostro hundido al borde del abismo. Los mismos ojos de Giorgio Agamben. Leí una vez un ensayo de Agamben y debo admitir que comprendí poca cosa. Puede que sea un  autor difícil o que yo estuviese en un momento disperso, posiblemente preocupado por cuestiones mundanas. Las cuestiones mundanas siempre se me han llevado la mayor parte del tiempo y por esa razón siento una admiración por los individuos como Giorgio, capaces de dedicarle tantas horas a pensar sobre temas como el arte, la filosofía o las funciones de la literatura. 

¿Cómo debe tener la nevera, Agamben? ¿La tendrá bien nutrida de alimentos de todas  clases, variados y apetecibles? ¿O bien su nevera será un erial triste, desprovisto y decepcionante? Eso no es nada baladí. Me interesa mucho. Entre mis preocupaciones está esa, y no ocupa un lugar marginal: ¿la nevera del intelectual muestra la cara oculta pero verdadera de un hombre torpe, poseído por la dejadez y el desastre, y perdido en elucubraciones y fantasmagorías? Bueno, estoy seguro de que hay intelectuales de mucho postín que saben organizarse magníficamente las horas del día y acuden a varias  tiendas de su barrio, en donde les reconocen y les saludan con amor, o incluso cultivan  un huerto envidiable, y quizás también crían gallinas hueveras o conejos de sabor incomparable para las paellas del domingo. Una vez me imaginé así a Umberto Eco:  dicharachero, con su bolsa de la compra llena de puerros, berenjenas, tomates y un rodaballo fresquísimo, mientras regresa a su casa e intenta recordar si tiene cebollas y  vino blanco. 

El retrato de Giorgio Agamben en la calle triste me sugiere que Giorgio se alimentaba poco y mal, aunque según los datos de la enciclopedia consta que estaba casado. Quizás la intendencia de la casa, así como la de su estómago y la de su salud corrían a cargo de la mujer, menos intelectual y más inteligente. 

En el duermevela doy media vuelta. Y poco más tarde suena el despertador con unos acordes de Mike Oldfield. No me gusta mucho Mike Oldfield.