La miel de la tierra

Amores brujos

 

Endulzaba yo con un poco de miel el té que estaba tomando mientras buscaba en mi mente algunas palabras para una plegaria de la protagonista de mi novela. Caí en un ligero ensueño, mirando el espejo de volutas doradas situado en mi estudio, frente a mí. Vi entonces a Eros jadeando de sed, arrastrando el arco por la ardiente arena de un desierto, sobre la que dejaba una huella como un delgado surco irregular. ¿Podría beber agua? Me pregunté. Seguramente no. Ellos bebían néctar. En el mercurio se reflejaba el bebedero del gato, pero ni siquiera lo miró. Además estaba en otro plano, más cercano a mí.

Se le acercó zumbando una abeja con aire amenazador. Mi curiosidad se acentuó. La de él también, porque siguió al insecto, corriendo, tropezando, levantando nubes de polvo arenoso. Más que curiosidad era deseo de matarla. A los dioses no les agradan los insectos. Aman a los cuadrúpedos, soportan a las aves, un gran reptil es cuidador de Minerva, pero insectos… ni siquiera eran soportables las mariposas con sus hipócritas colores y su vientre blando —o a él se lo parecía—. La aplastó sañudamente con los preciosos pies envueltos en correas de piel roja. ¡Oh, Eros, te temen los dioses y los insectos, te aborrecen los hombres, se equivocan contigo las mujeres!

Helo aquí atrapado, envuelto en una hélice de bichos zumbadores. Hago una pausa para apurar la taza de té antes de que se enfríe. Las palabras que buscaba se han escrito solas en el ordenador o, probablemente, las escribí yo, sin darme cuenta, durante algún intervalo de mi visión de Eros cautivo. Cuando regreso al espejo, el niño está de rodillas en el suelo calcinado. Su hermanastro Anteros le libera de las últimas abejas, que han huido formando un tirabuzón en el aire.

­—Venga, vamos. Te han picado bien. Se te va a hinchar la cara y el cuerpo. Madre te curará.

—Tu madre no va a curar al hijo del Érebo, no te hagas el chulito. Déjame.

Pero caminan juntos, entrechocando los arcos de ébano y coral. Bailan las flechas en los carcajes de madera y cobre resplandeciente, forjados en la fragua de Hefaistos por los Cíclopes en sus ratos de ocio. Anteros tenía razón: la piel de su hermanastro es ahora una ampolla sobre la carne divina. Por suerte, el dolor de los dioses es mil veces más soportable que el de los hombres.

Venus y sus compañeras están festejando bajo una pérgola de pesadas rosas negras. Las trae de Antioquía Hermes algunas veces, para contento de sus amantes. Delicia, Besos, Caricia, Edad Pareja, Creciente Deseo y otras ninfas venéreas danzan en torno a la diosa, mientras las Cárites la visten, pues acaba de tomar el baño en la piscina del peristilo. ¡Ay, que no pueda yo poner estas cosas en la novela, que siempre tenga que haber algún purista que se escandalice…! Pero vedlos, ahí llegan los mozalbetes, uno sano y el otro como una fruta pasada.

—Eh, ¿qué es esto, hijos míos? ¿Qué te ha ocurrido, Eros, que pareces un racimo podrido?

­—Le han picado las abejas —responde por él Anteros, adelantándose un paso.

­—Tú te callas, idiota. Si hay algo que decir, ya lo diré yo, so necio.

—Eurynome, trae el tarro del néctar antiinflamatorio, hermosa. A ver qué podemos hacer.

Mientras la diosa prodiga su cariño y sus cuidados al mozalbete, contemplada por el otro rapaz, que ha quedado en cuclillas sosteniendo el tarro de cerámica negra con figuras rojas, mi protagonista sufre de ese mal de amores que yo me esfuerzo en comprender y construir antes de inyectárselo, antes de hacerle vivir la fea muerte en vida que la espera.

­—Me haces daño, caray —protesta Eros.

—Estate quieto –y va pinchando las ampollas con las agujas de su peinado y apretando para que salga el suero venenoso, que huele a bicho como todo lo segregado por las abejas: miel, jalea real, propóleo, cera…

—Mal rayo las parta a esas criaturas, con lo chicas que son y el daño que hacen. Yo las destruiría a todas, todas las colmenas, todos los panales, todo —dice entre lágrimas el niño divino.

—En lugar de Dulce Eros deberían llamarte el Destructor, cariño mío. Si fuera por ti, no quedarían alimentos en la tierra: fuera el trigo, la miel, las salazones porque huelen mal, las frutas porque las pican los insectos. Los hombres morirían. ¿Y quién nos ofrecería sacrificios a nosotros? No seas ambicioso. Tú conténtate con hacer daño en tu territorio, el de los amantes, que bastante tienen los pobrecillos con que les hayas tocado en suerte.

Anteros, encargado de deshacer los entuertos sentimentales de su hermano en lo posible, rió apretándose el ombligo.

—No abultan lo que una uña y han aumentado mi tamaño al doble —murmuró Eros.

—Tú también eres pequeño —replicó la diosa— y hay que ver cómo picas. Más de uno querría borrarte de la tierra y hasta del Olimpo.

—Yo no hago nada. De todo me echáis la culpa, todo me lo echáis en cara, como cuando Hefaistos os cogió follando a ti y a Marte, padre de éste —señaló a Anteros— con la red invisible, y dijisteis que fue por mi culpa, cuando todo fue una intriga de tu marido el cornudo. No es justo. Quiero crecer y ser como Apolo flechador, y que nadie se meta en mis asuntos y la gente me tema y me ame como a él.

—Calla ya, desvergonzado. ¿Crees que Apolo no tiene asuntos y mil problemas?

—No sé. Nunca he visto que los tenga. Hacedme grande como un caballo, nunca más deseo ser pequeño como una abeja y que digan que mis picaduras duelen y se enconan.

El espejo se fue apagando lentamente como en un fundido en negro y yo, saliendo del semisueño mágico del intervalo, cerré el ordenador y me despedí de aquel trabajo de locos hasta el día siguiente.


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