La importancia del lector

Nadie me conoce


Sostiene Montaner en su manual de estética1 que la figura del contemplador es fundamental en la producción de las obras de arte. Sin contemplador, sin alguien que conceptualice el objeto presuntamente artístico, no hay obra de arte ni tampoco artista. Para que algo sea artístico necesitamos, en primer lugar, un objeto material (una realización humana de cualquier tipo: un dibujo, una melodía, un edificio, un montón de basura, un escrito, un rizo de mujer oculto bajo la almohada en una cajita de marfil…). Pero, en segundo lugar, alguien tiene que contemplar ese objeto y gozarlo: sin espectador no hay obra de arte, ni tampoco es posible conversar sobre él.

La experiencia del arte ha de ser pública y, en nuestros tiempos, publicitada. Así pues, el poemita que permanece escondido en el cajón de su escritorio o el mechón de pelo de la mujer amada no son nada mientras nadie los contemple y los goce. El arte tiene —ha de tener— una dimensión social, ha de ser visto y valorado. De ahí que el contemplador sea quien, finalmente, decide que nos hallamos frente a una obra de arte y no ante un botellero o una simple rueda de bicicleta. El paso siguiente es que aparezca el crítico de arte y lo evalúe, estableciendo cuál es su valor estético. 

Escribe Montaner: «Es difícil, en la actualidad, establecer qué es una obra de arte. En el pasado eran los patrocinadores (los príncipes o los obispos, o más adelante, la burguesía adinerada), los centros de enseñanza o las academias de arte quienes determinaban qué era arte y qué no, qué cualidades debían estar presentes en una obra de arte y en qué proporción y, en definitiva, qué obras de arte eran las más valiosas. Hoy día son los medios de comunicación y el mercado del arte quienes lo deciden». 

Pero la cosa no acaba aquí. Una vez se ha determinado que cierto objeto es un objeto artístico, necesitamos identificar al autor. “¿Quién ha hecho esto?”, se pregunta el crítico de arte o el director de un museo o de una galería. A lo que, aturdido y temeroso, responde el sujeto creador, emergiendo entre las sombras, con el dedo enhiesto: “He sido yo, caballeros, lo siento”. «He aquí un artista», dictamina el sabiondo. Y en ese mismo momento, el creador de la obra se convierte en artista y aprovecha el reconocimiento social para seguir creando otros objetos que tengan las características del primero. Sus seguidores, convenientemente adiestrados por los medios de comunicación, aplaudirán lo que salga de su mano. Incluso comprarán su obra, si pueden, y lo harán pagando precios que a menudo se escapan de un cálculo razonable.

El pobre Van Gogh, que no vendió un cuadro en su vida, encabeza la lista de artistas reconocidos después de muertos. Van Gogh y los impresionistas, así, en general, constituyen hoy el colectivo de pintores más cotizados del mundo. Pero sus astronómicos beneficios no les alcanzan a ellos, sino a las casas de subastas y a los museos que exhiben sus obras. Digamos que, en este caso, la crítica y los medios de comunicación han logrado que la pintura impresionista enlace con los gustos mayoritarios del público de nuestros días. Un gusto, por otra parte, promocionado.

Que todo es mercancía, que la obra de arte y su creador están en manos de los expertos y los medios de masas y que, a menudo, la crítica y la promoción son un engranaje más de la industria del arte, ya lo sabemos. Si nadie reconoce sus creaciones es cuestión de oportunidad política y de economía. Las circunstancias pueden ser muchas y si no tiene usted público es porque no se lo ha sabido buscar. «En nuestro mundo resulta inevitable reconocer que el propio ruido de las interpretaciones críticas —concluye Montaner en su libro— funciona al dictado de los más inconfesables intereses económicos y políticos». Y eso pasa también en el terreno literario. 

Moraleja

Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—Si es usted creador y nadie le conoce —algo muy frecuente entre los colaboradores de La Charca Literaria— promocione sus escritos entre sus amigos. Es un primer paso. Tener espectadores es fundamental. Ya sabe que sin contemplación no hay diversión.

—Trate de conseguir un espónsor en el mundo editorial, es decir, convierta su ocio en negocio. A veces suena la flauta por casualidad. La popularidad, sin embargo, no es garantía de nada. El próximo paso podría ser un tropezón.

—A pesar de saber cómo están las cosas, continúe colaborando con La Charca Literaria a cambio de nada. Somos modestos pero leales. No obstante, una advertencia: como en cualquier otra parte solo aceptamos colaboraciones de calidad. Aquí también impartimos certificados de aptitud o suficiencia, llámelo como quiera. 

(1) Pere Montaner: Estètica: l’obra, l’artista i l’espectador. Editorial Castellnou, Barcelona 1999.