La emoción del cardo

Lógica (pati) difusa

 

Desde que escuché la charla de Stefano Mancuso, neurobiólogo vegetal, no puedo pasear por el campo sin hablar con las hermanas plantas. Ahora sé que hasta la brizna de hierba más escuchimizada tiene sentimientos y sensibilidad.

Sí, las plantas poseen inteligencia sofisticada, se comunican y cuando ven, oyen, las tijeras podadoras, tiemblan y, a su manera, gritan para advertir del inminente planticidio a sus vecinas.

Este saber es perturbador a más no poder. A ver quién es la guapa que corta unas margaritas para adornar la mesa del patio ¡Menuda frivolidad asesina! Pensar que antes no paraba de cortar plantas y flores al tuntún. ¡Cuánto sufrimiento habré provocado por capricho e ignorancia!

Esta mañana no me he portado bien. Caminaba a paso vivo para completar siete kilómetros en una hora, ejercicio que sustituye con creces la misa de domingo, cuando mis ojos han detectado en el borde del camino una hermoso cardo mariano (Silybum Marianum). Púrpura en su centro, rodeado de aguzadas hojas de un verde jaspeado tan intenso que parecían de malaquita. Una belleza botánica cuya contemplación me inspiraba versos a lo Rubén Darío. Detuve mi loca carrera para quedarme frente a él, pensé si me estaría mirando, le hablé.

—Hola, guapo. ¡Qué día tan espléndido y tú aquí tan solito! ¿No te gustaría estar acompañado, por ejemplo, conmigo en mi casa?

He notado que se cimbreaba de derecha a izquierda. No soplaba viento.

—¿Quieres decir que sí? Claro que quieres. Ven, precioso.

Pregunta capciosa porque ese movimiento significa «no» para todo ser vivo, excepto para los búlgaros. El cardo quería quedarse en el camino, me lo estaba diciendo a gritos. Lo sabía y sin embargo… me he agachado para cortarlo. He doblegado el tallo con toda mi fuerza; el cardo se estremecía de dolor. De pronto, mis dedos han empezado a sangrar por culpa de sus púas y, como es natural, he dejado de apretar.

—¡Pues  quédate ahí, pedazo de acelga marchita! ¡Desagradecido!

He seguido  con mi ejercicio, pero ya el día no me ha parecido tan bonito, sentía vergüenza de mi crueldad.  Así que he regresado para pedir perdón al inocente, segado en plena flor. Me he sentado a su vera:

—Perdóname bonito ¡hala, ponte derecho y crece, crece!

El cardo se ha doblado como el junco del Tao y su corola púrpura ha ido a parar a la tierra. Lo he interpretado como un perdón sin condiciones.

Claro que se ha resentido mi ejercicio con un retraso de quince minutos, pero nada de eso importa si mi actitud y buenas intenciones han servido para alegrarle al día al solitario, y ya desfalleciente, Cardo Mariano.