El enano se levantó de su cama de neuronas tras sacudirse las sábanas de plasma que le cubrían las piernas. Estiró los brazos por encima de la cabeza para desperezarse.
Pequeños brazos, gran cabeza. Al fin, abrió los ojos a la penumbra surcada de destellos del cerebro de su anfitrión. Estiró la mano para pillar una chispa y la introdujo entre sus labios como primera parte del desayuno. Luego, con las uñas, desgajó un pellejo de materia gris de la corteza y lo introdujo también en su boca. Era lo que le gustaba más, lleno de ideas y productos intelectuales. Desayunaba así todos los días, dejando que le colgaran las piernas de la cama.
—Ah, tendré que ponerme en marcha, ¡qué pereza!
Así se quejaba todos los días también, antes de poner los pies en el lóbulo parietal, donde había fijado su residencia. No, no le gustaba nada su trabajo. Con los años se sentía cada día más fastidiado porque nadie reconocía sus esfuerzos y sabía, además, que nadie lo haría nunca jamás.
—El deber, amigo mío, ¡el deber! Si no fuera por este maldito sentido del deber me quedaba en la cama todo el día y a ver cómo se iba a espabilar el muy inútil.— Hablaba siempre así de su anfitrión; pero, finalmente, saltaba de la cama y se dirigía con paso firme hasta el lóbulo frontal.
Entonces empezaba la ajetreada tarea. Disponía de las palancas de las emociones, corría de un lóbulo a otro para manejar los distintos recursos ubicados en cada cual. Tiraba de la red neuronal para que todos los estímulos alcanzaran el cerebelo y se distribuyesen por él. En sentido inverso, ordenaba las respuestas a esos mismos estímulos. El movimiento consciente era dirigido por él directamente, algo que le resultaba agotador.
Afortunadamente, el sistema simpático se hacía cargo de todo lo demás. ¡Sólo le faltaba tener que ordenar al corazón cada latido! Dios aprieta, pero no ahoga, dicen.
Sin embargo, otra tarea le ocupaba la mayor parte del tiempo: dirigir, ordenar y encauzar los pensamientos. Resultaba realmente difícil y en muchas ocasiones se le escapaban y perdía el control. La culpa, obviamente, era del anfitrión. Y es que el muy merluzo vivía convencido de que los pensamientos eran suyos y se permitía inmiscuirse en su trabajo. Seguramente era un acto reflejo de todo aquel conglomerado de carne, sangre, huesos y materia gris. Porque era seguro que el pobre anfitrión ni pensaba, ni imaginaba. Sólo sentía. Dolor, gozo, ansiedad, hambre… Esos eran los únicos atributos del anfitrión, una mera masa corporal. Y, sin embargo, el muy puñetero tenía convencimientos.
Eso de los convencimientos del anfitrión llevó de cabeza al enano durante mucho tiempo y, a decir verdad, no había terminado de comprenderlo muy bien. Por una parte, el enano sabía que los pensamientos del anfitrión eran en gran parte resultado de sus manejos; por otro, estaba claro que el anfitrión —que carecía de alma, como todo el mundo sabe— se inmiscuía frecuentemente en su trabajo, con el resultado de que muchos pensamientos se torcían, terminaban pudriéndose y producían efectos no deseados.
En ocasiones, el enano se dejaba deslizar por el lóbulo frontal hasta los ojos. Le gustaba ver directamente el mundo, que era bastante distinto a como lo veía el anfitrión, pues éste sólo “veía” el mundo como producto ya elaborado en su cerebro por el enano. El anfitrión sería incapaz por sí mismo de dotar de sentido al mundo: sólo vería puntos de luz, notas dispersas de sonido, punzadas diversas en la piel… sin forma, ni palabras, ni caricias. Era el trabajo del enano el dar coherencia a todas las sensaciones, formar con ellas conceptos, ideas, sentimientos.
¿Por qué razón Dios dejaba que el anfitrión tuviera esos actos reflejos de rebeldía?
En fin, él no era nadie para cuestionar los designios divinos. Además, esta sería la última jornada de trabajo con este anfitrión. Debía morir a las 16,35’ exactamente, de un infarto. Tenía suerte, apenas sentiría nada. Algo, una sorpresa, un sentimiento desmesurado de despedida quizás. Pero su rebeldía se dispersaría por el éter buscando nuevos materiales donde posarse.
Entonces, el enano podría descansar hasta que le fuera designado un nuevo anfitrión.
¿A qué jugaba Dios?, se preguntaba con frecuencia. El enano no temía ser irreverente con estos pensamientos, sabía que al Señor le importaban un carajo. Porque Él jugaba a un juego que despreciaba tanto lo que sintieran los anfitriones, como el trabajo de los enanos creados para manejarlos. Algún día, Dios se levantaría de mal humor, o cansado de este juego, y les mandaría a todos a la Nada. Eso lo pensaba el enano con frecuencia.
Pero, otras veces, pensaba que podía ser a la inversa, que era Dios quien les necesitaba para existir, tanto a él como a los anfitriones, para verse la cara reflejada en el espejo y conocerse. El Creador necesita a la Creación para existir. Un Creador que nada ha creado es algo muy raro y difícil de comprender. Quizás, algo imposible.
Entonces se le ocurría que, a él, al enano manipulador, le podría ocurrir lo mismo que a Dios: sin un anfitrión posiblemente no existiría. Los enanos como él solo tenían sentido si existían anfitriones que los cobijaran.
Viéndolo de esta manera, resultaba que la parte superior de este juego lo ocupaban los anfitriones: sin ellos ni habría enanos, ni Dios se vería la cara. Sin ellos, solo habría Éter, Nada. Un vacío de sonidos y palabras, sin música ni sentido. Esta idea, cuando volvía recurrentemente a su cabeza, le exasperaba ¡los anfitriones como la cúspide de la pirámide de la Creación! Era irritante, pero explicaba esa obsesiva compulsión del anfitrión a meterse en su trabajo. Era irritante; pero tenía sentido. Y el enano sabía que el sentido de las cosas es lo que les da existencia. Sabía que esa era una afirmación arriesgada, pero es que el enano era un idealista empedernido y se negaba a que el mundo fuera solo destellos, carne, formas vacías. Sólo el sentido de las cosas le salvaba de la desesperación, aunque muchas veces, demasiadas, ese sentido permaneciese oculto, negándose a ser desvelado.
Aquél era un día especial y el enano se sentía más proclive a estos pensamientos de índole metafísica. Tan abstraído estaba, que abandonó parte de sus obligaciones hasta las 16,35’.
Y a esa hora exactamente, se detuvo el corazón del anfitrión.
La sangre abandonó su alocada carrera por arterias y venas, y dejó de llegar al cerebro del anfitrión. Alrededor del enano las chispas desaparecieron y vino un frío glacial a llenarlo todo.
Y, a las 16:35, exactamente, murieron el anfitrión y su enano. En paz descansen.