Mi amigo Ginés vive, como yo, en el extrarradio, en uno de esos bloques que se abren indirectamente al campo. Desde su piso —entresuelo primera— se contempla una extensa vista de pedruscos, polvo y lodo, montañas de desechos y unos cuantos troncos caducos de lo que, en su día, fue un naranjal. Yo vivo más arriba y veo más cosas que él, pero claro, no alardeo, porque Ginés es mi amigo y tiene polio, así que suelo animarlo diciéndole que en el entresuelo todo le queda más a mano y que no necesita para nada el ascensor. Hay que aclarar que nuestro ascensor no funciona por falta de pago, ya que en su día decidimos prescindir de lujos gilipollas, como el ascensor o las bombillas en los rellanos. Además, somos gente respetuosa con el medio ambiente y no nos gusta gastarnos la pensión en tonterías. Dicho está.
Entre nuestro bloque y la vía del tren, poco antes de la autopista de circunvalación que nos separa definitivamente del campo, existe un vacío de unos quinientos metros que nos proporciona vistas, aire y tranquilidad. No hay apenas ruidos, salvo los ladridos de los perros y el run-run lejano de los coches. Tampoco hay que esforzarse a la hora de sacar al perro porque allí mismo está el descampado y eso es algo que la piernecilla de Ginés, que es como de trapo, agradece. Ginés puede soltar a su mascota y vigilarla desde el balcón, sin preocuparse del animal, que deja las deposiciones donde debe. Luego el bicho regresa por su propio pie. Incluso a veces vuelve cenado, si ha tenido la suerte de cazar alguna rata. Y es que donde haya un buen descampado que se quite una plaza pública, con sus columpios y mariconadas, ¡dónde va a parar!
Muchas tardes tomamos una cerveza en casa de Ginés y nos sentamos para ver la puesta de sol desde el balcón. Es maravilloso ver caer el sol por el suroeste, dejando su impronta rojigualda en los cristales del comedor. Desde su balcón vemos también la silueta del cementerio y las farolas que iluminaban lo que fuera un campo de fútbol que allanó el anterior alcalde, un tipo empeñado en redimirnos a base de deporte, sin caer en la cuenta de que en nuestro barrio casi todos somos pensionistas y, alguno, además, cojo. Yo, que aligero más que Ginés y vivo en el quinto piso, también puedo ver la salida del sol desde el ventanuco del lavabo, pero eso no se lo digo a Ginés para que no coja envidia. La amistad es lo primero.
Y como valoramos tanto la amistad, hemos decidido aliarnos contra la inmobiliaria que, de buenas a primeras, ha decidido construir delante de nuestras narices, arrebatándonos el descampado, la puesta de sol y el silencio que acuna nuestros sueños. De repente apareció un cartel descomunal al otro lado de la calle, allí donde la acera desdentada se abre paso hasta el lodazal, promocionando cuarenta y ocho viviendas, doce locales comerciales y no sé cuántos garajes y trasteros. Incluso áticos dúplex, para los gilipollas. ¡Menuda mierda! Ese bloque nos robará la vista, la tranquilidad y el silencio, y llenará el barrio de nuevos vecinos a quienes no queremos conocer. Estamos hechos a lo nuestro y no necesitamos más.
Lo primero que se nos ocurrió —¡acción directa!— fue diseminar por allí algunos huesos que recogimos del cementerio, para que las excavadoras se sorprendieran con el hallazgo y la policía, como así fue, metiera las narices en el asunto. Con esta iniciativa conseguimos parar las obras durante un par de meses. Desde el balcón estuvimos viendo a los especialistas deambular con sus bolsas negras y sus guantes de goma recogiendo tibias y peronés de gente anónima. Pero, al poco, el asunto se cerró y las excavadoras continuaron su trabajo.
Por suerte tuve otra idea, ésta de carácter cultural. En nuestra ciudad tenemos un museo arqueológico donde se conservan algunos cacharros que aparecieron hace unos años al excavar un parquin subterráneo. Entonces pensé que si en el centro de la ciudad había restos romanos, ¿por qué no debía haberlos también en el extrarradio? Pedí ayuda a Ginés para que montara el numerito del epiléptico en el museo y, un domingo por la tarde, cuando el museo está casi vacío, mientras él entretenía a los funcionarios con cuatro convulsiones bien dadas, yo me dedicaba a vaciar algunas vitrinas y llenar la mochila con restos de alfarería romana, pequeñas esculturas en piedra y madera, teselas y piezas de orfebrería. Aquella misma noche enterramos los restos en la zona de obras y esperamos a que las máquinas descubrieran el pastel.
Y aquí estamos, contemplando cómo los arqueólogos del Ayuntamiento, de la Diputación y del Gobierno autonómico andan a la greña con el hallazgo. Han paralizado las obras, montado balizas y delimitado el terreno de investigación. Llevan casi un mes hurgando con sus paletas y pincelitos y encontrando de todo: trozos de botijo, envases de vidrio, botones, pinzas de madera, tornillos oxidados, cucharones de aluminio, cachos de lavabo y, lo que es más importante, ¡trozos de cazuela romana! Si no hay trabas, continuaremos sembrando la zona con objetos diversos y ayudando a los arqueólogos a preservar el patrimonio. Y cada tarde, mientras los estudiosos escarban entre desperdicios, brindaremos por la ayuda de la amistad desde el balcón de Ginés, contemplando cómo se pone el sol en los confines de nuestro descampado.