Julieta Jones, heroína de cómic

Casa de citas

 

Habría que comenzar esta Casa de citas distinguiendo entre la protagonista del cómic americano de los años cincuenta (The heart of Juliet Jones) y el grupo de música de Barcelona al que se le ocurrió llamarse como ella, en versión hispana: Julieta Jones. Quizá los músicos barceloneses creyeron que se ponían el nombre de una heroína del cómic underground, pero se equivocaban. En sus buenos tiempos, The heart of Juliet Jones se publicó simultáneamente en más de 500 diarios estadounidenses, logrando que sus creadores, el guionista Elliot Caplin y el dibujante Stan Drake, se hicieran de oro con el invento. Así que de underground, nada.

Sobre el grupo musical me gustaría decir que conozco su primer largo, Kelly (2012) y las cuatro canciones de Prelude, y que ambos trabajos me parecen atractivos, potentes, bien construidos. Los suelo poner en solfa cuando me apetece oír una actualización del pop-rock de los 90, así que clico a los Julieta Jones, y luego a P.J. Harvey o a los Pixies de entonces, para conseguir un clima familiar. Alguien dijo que la música satisface en la medida que nos traslada a terreno conocido, de manera que al escuchar a los Julieta experimentamos la sensación de que el mundo está girando como debe. Quizá sea esta una virtud de Julieta Jones, el grupo.

Por su parte, el cómic de Julieta también nos permite sentirnos cómodos viajando a Devon, la pequeña ciudad americana donde transcurre la acción, un lugar que nos resulta familiar sin necesidad de haber estado nunca allí. En cada aventura se plantea un problema sentimental: un millonario voluble que se encapricha de Julieta; un profesor de matemáticas que se enamora de su hermana, Eva Jones; un empresario de éxito que duda entre su amor por la protagonista y su pasión por el negocio… Frente a tales dilemas, Julieta actúa siempre de manera juiciosa y responsable, y suele acertar en sus decisiones.

Seguramente, el cómic de Julieta refleja las actitudes conservadoras de la América de los cincuenta, aunque su éxito internacional, prolongado en el tiempo, apunta más allá: quizá las historias de Julieta se ajustan a la demanda universal de unos lectores (as) en crisis que necesitan pisar el terreno firme del sentido común. El trasfondo de sus aventuras pone de manifiesto que Julieta sabe cómo enfocar los asuntos amorosos, dejándose llevar por sus intuiciones pero sin olvidar las razones del corazón. Julieta Jones puede ser un ejemplo para cualquier ama de casa moderadamente frustrada, pero también es la chica ideal para hombres soñadores, situados en puestos de poder y cierto estatus. Julieta es una mujer atractiva que, en opinión de su hermana, «se ha dedicado a cuidar de su familia y los años parecen haberla atrapado viviendo para otros, en lugar de para sí misma». Desde esa posición adulta, Julieta cautiva al lector que puede ver en ella un modelo a seguir: una madre, una amiga, una amante.

Los cómics de Julieta Jones no aparecieron en España hasta 1959, aunque yo no me enteré hasta ocho años después, cuando rozaba la adolescencia. Pero no quiero seguir hablando de Julieta, sino de mi relación con ella, que fue oscura y dolorosa, pues se mantuvo agazapada en el fondo de una colección de novelas gráficas que yo compraba y acabó saliendo a la luz cuando más daño podía hacerme.

En efecto, durante años coleccioné los Héroes Modernos de Editorial Dólar, mientras que mis amigos preferían leer las Hazañas bélicas o las Historias del oeste. Frente al tebeo adocenado, Editorial Dólar ofrecía a los connoiseurs las tiras diarias de los periódicos norteamericanos, organizadas en cuadernillos con una aventura completa. Dibujantes de primera línea, guionistas de prestigio y un formato apaisado distinto y de mayor tamaño que el habitual. A mediados de los 60, Editorial Dólar publicó en España las tiras de El Hombre Enmascarado (Serie A) y Flash Gordon (Serie B), aunque yo me incliné por coleccionar la Serie C, donde el protagonista cambiaba semanalmente: Ben Bolt, Mandrake el mago, Rip Kirby, Juan el intrépido, Príncipe Valiente,… Elegí la serie C por exclusión: mi primo compraba El Hombre Enmascarado y Manolito Ferrer, un amigo común, Flash Gordon, con lo cual, todos teníamos acceso a los tebeos ajenos. Entonces descubrí también mi preferencia por los personajes secundarios y los libros extinguidos, territorio que casaba muy bien con mi carácter.

Conseguir todos los tebeos de la Serie C no fue fácil, porque en aquellas fechas no había una buena distribución en quioscos. Tuve que recorrer la ciudad entera y hurgar en los tenderetes de la Plaza Redonda para hacerme con los ejemplares que me faltaban. En una de aquellas incursiones descubrí una novelita gráfica protagonizada por Julieta Jones y la compré: El doctor Davis, se titulaba. Era una aventura de corte naturalista, muy bien dibujada, con personajes reales que se enfrentaban a problemas reales de carácter sentimental. Compré otras novelas de Julieta (Lucha de corazones, La elección de Julieta, El héroe de Devon,…), y los leí a escondidas, para que nadie pudiera relacionarme con la literatura de chicas.

La Serie C se terminó. Se la presté a Manolito Ferrer y nunca volvía  verla. El muy canalla la arrastró consigo cuando trasladaron a su padre, que era médico, a otra localidad. Con el tiempo también nosotros nos trasladamos a un pueblo donde había dos quioscos. En uno de ellos descubrí que habían renacido los Héroes Modernos en formato de novela gráfica. En cada tomo, como rezaba la publicidad del momento, una aventura inédita, «en estreno simultáneo con todas las naciones del mundo». ¡Ahí es nada! ¡Cómic internacional y de primera mano!

Se publicaron cincuenta cuadernillos, entre 1966 y 1967, «en una apoteosis de emoción e interés». El primero se tituló Los malos y estuvo protagonizado por El Hombre Enmascarado. ¡Los malos! ¡Anda ya! Los tebeos para chicos debían llamarse Sangre en Indianápolis o Apoteosis caníbal. Los malos era un título que no servía ni para insultar. ¡Malo! ¡Feo! ¡Tonto! Insultos de baja intensidad.

También descubrí que además de tebeos en aquel quiosco se vendían condones y fotografías de chicas desnudas. Lo frecuentaban unos tipos que me doblaban la edad y se crecían comentando sus hazañas sexuales. Cuando no había clientela, el quiosquero, que era un tipo rijoso hasta la caricatura, me ilustraba sobre los beneficios de usar gomas en el trato sexual. Aquel sujeto, al que acabaron ingresando en el hospital provincial por sus excesos, me consiguió algunos números atrasados de la colección, aunque, semana a semana, no perdía la oportunidad de avergonzarme con sus preguntas: «Héroes Modernos son esos tebeos de chicas, ¿no?».

Mientras estuvo en el hospital, el quiosco fue atendido por su madre, una vieja diminuta, sin apenas dientes, vestida de negro y requemada por el sol. A la vieja no le faltaban ganas de avergonzarme, así que cuando le preguntaba si habían llegado los Héroes Modernos, revolvía en el fondo del quiosco y murmuraba: «¿Son esos tebeos de chicas?». Y entonces sacaba un montón de novelas gráficas de Julieta Jones entre las que se había deslizado algún número atrasado de Brick Bradford, Rip Kirby o Ben Bolt. Ese camuflaje de los Héroes Modernos entre las aventuras de Julieta permitió a la vieja mantenerse fiel a sus prejuicios. Cada semana me veía obligado a repetir que no eran tebeos de chicas, engolando la voz, para convencer a aquella terrible mujer que yo leía tebeos masculinos.

A partir del número 40 de la colección, las cosas se complicaron. Seguramente empezaba a escasear el material de Estados Unidos y los editores tuvieron que ir cerrando el negocio. Primero acumularon cuatro números del Príncipe Valiente, una serie que se me antojó inacabable, y, para alcanzar el número 50, incluyeron tres novelas gráficas de Julieta Jones.

La presencia de Julieta por triplicado en la serie Héroes Modernos marcó el final de mi afán coleccionista. Tuve que volver al quiosco durante tres semanas para comprar los últimos números de la serie: Julieta Jones, El fotógrafo; Julieta Jones, Substitución peligrosa; Julieta Jones, La número 5. Y en cada visita, la vieja quiosquera, encantada de confirmar sus sospechas, me espetaba sin tacto: «¿Qué me dices ahora? ¿No te decía yo que eran tebeos de chicas?»

Por suerte, el número 50 y último de la colección estuvo dedicado a Flash Gordon, de manera que aún tuve la oportunidad de reivindicar mi masculinidad delante de la vieja. Luego abandoné para siempre aquel quiosco y ni siquiera acudí al entierro del propietario, que murió de septicemia en el hospital un par de meses después.