José Manuel Urtain y los mejores deportistas son los de mi país

La sombra liberada

 

Cuando yo era muy niño supe de la existencia de un boxeador cuyo nombre era José Manuel Urtain. En realidad, para aquel niño se trataba de Urtain, simplemente Urtain, sin José Manuel. Luego he sabido su sombre completo, y he deducido que debería ser Urtaín, con acento en la í. Lo de “Urtain” debió de ser un apodo, ya que según consta en los documentos con valor documental, la nomenclatura oficial era José Manuel Ibar Azpiazu. Dicen por ahí que lo de Urtain lo tomó del caserío en donde creció.

Hay detalles en la vida de José Manuel Ibar que invitan a pensar –o a soñar– en una infancia difícil, desde la cual se llega en línea recta al asunto de los puñetazos, a esa metáfora de la supervivencia entre los humanos del planeta Tierra llamada boxeo.

¡El boxeo! Es un deporte curioso, ya que el nombre del deporte coincide con la declinación el verbo boxear en primera persona singular del presente de indicativo: yo boxeo. Se trata de un asunto psicolingüístico interesante, y más aún si piensas que, en catalán, el fenómeno es completamente distinto.

Con el transcurrir de los años he superado mis prejuicios de socialdemócrata y progresista nacido en Barcelona, y he comprendido algo sobre la poética estricta y tensa del boxeo. Arthur Cravan me ayudó bastante a olvidar mis quejas, aunque fue el fabuloso poema cinematográfico de Isaki Lacuesta “Cravan versus Cravan” quién me empujó a la nueva mirada sobre ese deporte. Debo decir que mi debilidad por el dadaísmo es antigua. Adoro ese momento, su estética, su capacidad tan enorme para subvertir el ridículo, para devolver algo de humildad a ese ser engreído.

Conocí a Urtain porque un 6 de enero por la mañana –mañana de Reyes– apareció entre los regalos de sus majestades mágicas un objeto de lo más dadaísta. Estoy hablando de un año que podría ser 1969 o 1970. Se trataba de una mezcla de títere y de muñeco articulado, un boxeador de plástico de unos 30 centímetros, provisto de una faldita verde de lana afelpada bajo la cual se podía introducir la mano con la que se sustentaba el invento y permitía el acceso a un resorte, un pulsador mediante el cual el boxeador agitaba sus brazos (con las manos enfundadas en unos guantes marrones) simulando unos ganchos terribles.

— Se llama Urtain —es todo lo que recuerdo que me contaron.

Aún siendo muy niño me interesé por Urtain mientras agitaba el muñeco y propinaba unos golpes demoledores a un aire en el cual imaginaba mandíbulas crujientes. Me contaron que Urtain era un campeón de los de veras. Por lo visto, la tele andaba llena de las hazañas pugilísticas del boxeador guipuzcoano (indudablemente español, en aquellos tiempos). Urtain ganaba campeonatos internacionales de boxeo, derribaba a tremendos contrincantes de todas las naciones y llevaba el nombre de España hasta lo más alto del podio mundial.

Crecí por ley de la naturaleza. Y el muñeco de Urtain debió de romperse, se desarticuló o se perdió por la misma ley. Pero creo que retuve algo del asunto del púgil vasco, ya que a menudo me acuerdo del títere automático. Me pasa por las mañanas, cuando me levanto. Me pregunto si no será que soñé con el títere, y entonces me pregunto qué me dirían Freud,  Lacan o Jung de tal ensoñamiento. Me aterran las respuestas.

Fue unos cuantos años más tarde cuando descubrí que cualquier nación solo habla de los deportes en los cuales destaca. Cuando Rafael Nadal desfallece, los noticiarios se olvidan del tenis. Sucedió lo mismo, años atrás, con Arancha (Arantxa?) Sánchez Vicario. Y con Blanca Fernández Ochoa, que fue campeona de esquí. En su declive, la prensa se olvidó del esquí. Cuando Severiano Ballesteros ya solo perdía torneos, la prensa se olvidó del golf. En el mundo estrambótico y bastante dadaísta de la Fórmula 1, el caso de Fernando Alonso induce a pensar que los canales de tv nacionales o autonómicos van a tardar poco en dejarlo. Uno sospecha que la televisión pública catalana trata a los “castellers” como deportistas sobre todo porqué en su deporte no tienen competidores y se puede argumentar con una facilidad pasmosa –aunque muy triste– que a hacer “castells” no nos gana nadie. El día en que los chinos hagan “castells” de quince pisos, la Tv3 se volcará en otro asunto. En cualquier asunto en el que le sea posible contar que nuestros deportistas son los mejores. Se trata de eso. De contar que somos los mejores. Como lo fue Urtain en su tiempo.