Jimmy Whiterspoon: el blues con pajarita

Casa de citas
Jimmy Whiterspoon a finales de los cincuenta.


Hubo un tiempo en que los cantantes de blues y los instrumentistas de jazz usaban camisa blanca, corbata, traje negro y zapatos de piel. Véanse, por ejemplo, las grabaciones del programa Jazz Casual, del crítico musical Ralph Gleason, para la televisión americana de los años sesenta. Desde 1961 a 1968 Gleason capitaneó una treintena de programas de treinta minutos de duración con los más importantes solistas y grupos de jazz de la época: Dizzy Gillespie, David Brubeck, Cannonball Adderley, Carmen McRae, Jimmy Whiterspoon o John Coltrane, entre otros. Todos ellos aparecen trajeados y pendientes de la ejecución exacta de sus músicas, sin atisbo de sudoración, limpios y elegantes, como alumnos de Princeton. Vemos a Dave Brubeck tocar el piano con la ejemplaridad de una mecanógrafa del Congreso; a Paul Desmond manejar el saxo sin aspavientos ni levantar el pie del suelo; al baterista Joe Morello, con gafas, golpear las cajas y platillos con precisión matemática; al bajista negro Eugene Wright sonreír suavemente mientras pellizca las cuerdas de su contrabajo. Todos ellos parecen profesores de semiótica en una época en que la pajarita y las gafas de pasta todavía significaban algo.

Entre esos programas he seleccionado el que Gleason dedicó al bluesman de color Jimmy Whiterspoon (1920-1997), acompañado por Ben Webster al saxo y el trío de Vince Guaraldi. Todos ellos soberbios profesionales. Nunca había visto actuar a Witherspoon, aunque tengo alguno de sus discos en directo desde el Club Renaissance de Hollywood (1960) o desde el festival de Monterrey (1959). También el disco grabado en el club The Mint de Los Ángeles, con el guitarrista Robben Ford (1994). En este último disco, próximo a la fecha de su defunción, Whiterspoon suena más grave, tras la operación de cáncer de garganta a la que fue sometido y que ensanchó su registro vocal.

Jimmy Whiterspoon empezó profesionalmente en 1945, acabada la Segunda Guerra Mundial, como vocalista en la orquesta de Jay McShann, colectivo que intentaba fusionar el jazz y el blues. Esa primera experiencia le ayudó a definir su estilo, entre el Rhythm and Blues y el jazz, poniendo su voz de barítono al servicio de un fraseo claro, elegante y bien sincronizado. Jimmy Whiterspoon nunca fue un blues shouter al uso, y se acomodó por igual a los ritmos sincopados del jazz y a la sensibilidad de las baladas de blues. Siempre encorbatado y con traje.

Su primer gran éxito, fue Ain’t Nobody’s Business, un blues de Grainger y Robbins que ya habían grabado Bessie Smith o Billie Holiday, pero que se convirtió en su propia sintonía, pues Jimmy Whiterspoon lo interpretaba a la menor ocasión. También lo hace en el programa de Jazz Casual que hemos mencionado, y en los discos en directo que grabó con Ben Webster y con Robben Ford. «No es asunto de nadie lo que yo haga», resume la filosofía de esta canción, una pieza que ha sido interpretada por infinidad de artistas a lo largo de la historia del blues. He aquí la versión de Jimmy:

Un día tomamos jamón y panceta

Al día siguiente no hay nada que tomar

No es asunto de nadie si lo hago

Si mi nena y yo nos bronqueamos y peleamos

Y al día siguiente, gente, estamos bien

No es asunto de nadie si lo hacemos

Nena, oh nena, sabes que nuestro amor es verdadero

No es asunto de nadie lo que hacemos

Soy tres veces siete y eso hace veintiuno

Y no es asunto de nadie lo que haga

En el capítulo de Jazz Casual al que nos referimos, Jimmy Whiterspoon aparece impoluto, repeinado y guapo, al lado de un Ben Webster impecable y del trío de Guaraldi. La precisa ejecución de las piezas que interpretan es impresionante. No hay sonrisas vanas ni concesiones innecesarias al espectador, que aprende que el jazz y el blues pueden ser algo tan serio como la semiótica y las gafas de pasta. No es asunto de nadie si lo hacen así.

Esa trascendencia en la ejecución del jazz me retrotrae a las actuaciones del Festival de San Sebastián que emitía Televisión Española, por UHF, a principios de los setenta. Los sábados por la tarde, hacia las ocho, y no sé si en directo o en diferido, un selecto grupo de privilegiados —pocos, seguramente— nos conectábamos con el festival, en riguroso blanco y negro, por supuesto.

Yo entonces era un adolescente de unos quince años. Mis padres desaparecían los sábados a esas horas y mi hermana estaba de paseo con las amigas. Entonces yo me apropiaba de la televisión y me conectaba en soledad con los escenarios de San Sebastián. Y mientras por la pantalla desfilaba gente como Charles Mingus, Ella Fitzgerald, Dizzy Gillespie o Art Blakey, me fumaba un par de cigarrillos Vencedor que previamente había sustraído del paquete de mi padre, me zampaba unas cuantas galletas Príncipe de Beukelaer y me bebía un par de copas de brandy con hielo, tratando de unirme a la elegante efervescencia de aquellos músicos de jazz con pajarita. Gente rigurosa y atenta a los detalles. Sincopada pero contenida. Un personal por completo diferente a los peludos y despreocupados Fleetwood Mac, Allman Brothers Band o Grateful Dead, que escuchábamos a diario con los amigos. Nada que objetar a la sudoración gritona de Joe Cocker… Pero los sábados por la tarde tocaba ponerse serios y escuchar a los elegantes músicos de jazz.

En alguna ocasión traté de subir al carro a mis amigos, pero fracasé. Ciertamente les iba el cigarro, las galletas, la copa de brandy y el cubito de hielo, pero se aburrían soberanamente con aquellos músicos de pelo corto y limpia ejecución. El jazz nunca fue popular hasta que mudó de piel. El propio Jimmy Whiterspoon aparece en sus últimas fotografías con gorra del ejército sudista, argollas al cuello, camisas de colores y cazadora de mercadillo. De alguna forma se plegó a los tiempos, aunque siempre se le vio afeitado y con su bigote rematado a cuchillo. Alguna cosa convenía conservar de una carrera largamente madurada en los terrenos del jazz. Y si cambió un poco, que lo hizo, no es asunto de nadie cuestionarlo.