Todo el mundo conoce como empiezan El Quijote y Ana Karenina.
Los discapacitados, los enfermos, los indigentes y los ancianos, somos lugares en «la mancha» terráquea de los vivos de cuyo nombre nadie se acuerda.
Todos los invisibles se parecen, los visibles lo son cada cual a su manera. Los grandes libros y las personas tristes, también nos parecemos.
Máxime en el trato que nos dan los demás.
Nadie en sus cabales dirá, cuando menos en público, que merece más respeto «mujeres, hombres y viceversa» que el amigo Shakespeare, el vecino Cortázar, el casero Balzac. En la práctica, la realidad dirá.
Nadie reconocerá prestarle más atención a Belén Esteban que a la nonagenaria del cuarto C, esa mujer pequeña que ríe mucho y llora otro tanto. Si aún puede llorar.
Los grandes libros y las personas rotas, decoran los estantes de la buena prosodia y enceran la conciencia cuando la tizna el barro.
Existen para darle tono moral al insomnio del ego y en la calle del debate público, lustrarle al dolor los zapatos.
Todo el mundo ha dejado una obra maestra a medias. Todos tenemos, en la alacena de nuestra agenda telefónica, un ser humano resquebrajado.
Los enfermos, los indigentes, los discapacitados y los ancianos, nos parecemos. Somos Quijotes escritos por Avellaneda mientras Cervantes da ley a los Quijotes sagrados.
En la pira del tiempo prende la enésima hoguera de la vanidad.