Hospital

Por la orilla

El tiempo en el hospital no es lineal, no transcurre secuencialmente, a veces pasan horas en minutos, a veces un instante se detiene durante una semana entera. Todo es elíptico, es decir, gira en torno a dos focos: Uno lo ocupan las comidas, el otro, esos 47 segundos que dura la explicación críptica de un médico de guardia informándote de «cómo va lo tuyo». Todo el día esperas esos momentos. Todos los días. Días que se amontonan, se solapan, se confunden…

—¿No me dijiste ayer que…?

—No, fue el jueves.

—¿Cuándo fue jueves?

¿Qué es un jueves?

El concepto de «dejà vu» se sublima, se evapora y lo llena todo, como un gas… narcótico.

Y los segundos ya no son segundos, son terceros. Sí, lo descubrí un día deambulando impreciso por los pasillos, cuando leí un cartel (entre «Archivos y Documentación» y «Sala de Espera de Triaje»): «Atención a Terceros», rezaba.

—¿Qué son los «Terceros»? —me repetía como un «tam-tam» mi cerebro. ¿Serán los que llegaron delante de los cuartos? ¿O los premiados con medalla de bronce, en esas carreras que se desarrollan tácitamente sin correr, pero apurando el paso para llegar a la escalera mecánica antes que la señora de las muletas?

Pues no, los «terceros», en el hospital, son los segundos de los relojes, un lapso indefinido de tiempo que se resume en lo que se tarda desde la puerta giratoria de colorines hasta la escalera mecánica que hay delante del kiosco, a paso neutro (sin participar en la carrera, pero sin la desgana del caminar sin rumbo detrás de la gente).

¿Cuántos «terceros» llevo aquí dentro? Varios. No sé si muchos o pocos, porque los jueves-lunes hace ya tiempo que se desdibujaron.

El tiempo en el hospital no es lineal, no transcurre. Yo creo que no existe, sucede. Como se suceden las vueltas de la puerta giratoria (la de colorines), como los paseos acompañando a un cigarrillo bajo la hilera de sillas. En mi hospital hay una hilera de sillas gigantes, amontonadas, desordenadas, de Mariscal.

No dan mucha sombra y no protegen de la lluvia, tampoco hay donde sentarse (las sillas miden seis metros de altura), pero a mí me gustan; todo el mundo las critica: que si «un gasto innecesario», que si «se podían haber hecho más habitaciones» (hay una planta entera vacía, llena de recortes), que si «cosa de políticos» … y a mí me gustan… Me parece que atrapan el tiempo en sus patas cruzadas y sus respaldos huecos. Esos huecos entretejidos de momentos, de miradas. Nido de «terceros».

Me gusta imaginarme a los «terceros» anidando entre las sillas, en blanco y negro, como las pegas. Sí, mi hospital es dormidero de urracas, esos pájaros blancos y negros o verdes o azules o… Esos pájaros que son claros descendientes de los terópodos raptores (unos dinosaurios que hubo antaño, muy listos, parece ser, ellos). Que se pasean con su caminar extraño, que no es ni andar ni correr, entre los hilos del tiempo, entre los nudos «terceros», desnudos de tiempo…

Tiempo…

El tiempo en el hospital es otra cosa, y lo paso, a veces, observando a los conejos. Raro, sí, pero cierto, este hospital está lleno de conejos, en los jardines, en el «parking». Pastan entre las curvas elípticas de la puerta giratoria haciendo sombras en los colorines, mezclando a Platón y a Newton en los giros rápidos y lentos (al no haber tiempo…) que confunden los colores en un ruido blanco brumoso, tamizado por el aleteo de los dinosaurios.

Sirven para ponerles «pegas» a las explicaciones médicas que duran 47 segundos o un par de «terceros», envolviendo el menú insípido, que mezcla el primer plato con el azúcar del café humeante en el cigarrillo bajo las sillas. Mientras, a lo lejos, un conejo ríe vertical sin entender nada del tiempo.

El tiempo, en el hospital, no es lineal, es una elipse. En los focos hay médicos de guardia, comidas, sillas, puertas, colorines, pasillos, carreras, pegas y conejos.

—¿Un cigarro?

—¿Tienes fuego? Es que perdí el mechero…

—Mal asunto.

—…

Miro a las estrellas, a las galaxias elípticas…

Así paso el tiempo, que no existe, en el hospital.



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