Llegados a cierta edad no deberíamos permitir que nos abandone la alegría, aun conociendo, como conocemos, las angostas dimensiones del teatro. Si hay que actuar, se actúa; si hay que olvidar, se olvida. Cualquier cosa antes que caer en la amargura de la bilis negra. Por eso, al llegar el verano, suelo gastar unos días en la sierra de Guara, bañándome en sus ríos de agua helada; un baño redentor y jovial.
Aquella zona me la descubrió mi amigo Castillo hace dos décadas: salíamos de excursión por la mañana, caminábamos un par de horas bajo el sol entre carrascas y matorrales, bajábamos hasta el río y nos bañábamos, envueltos por una naturaleza silente. Parecía que sólo nosotros conociéramos aquellos parajes; nosotros y algunos franceses que, ya por entonces, visitaban los cañones del Vero y el Alcanadre, pertrechados con casco, cuerdas y neopreno. Frente a los franceses, nosotros vestíamos atuendo rústico: bañador, gorra y bambas con calcetines. Tras el baño, nos zampábamos el bocadillo que nos habían preparado en el hotel y luego emprendíamos el regreso por el lecho del río, a veces chapoteando, a veces haciendo unos largos, evitando los tramos más peligrosos y difíciles. Desde entonces, con unos u otros amigos, hemos venido repitiendo el ritual: abluciones, inmersiones y exposición al sol como lagartos o culebras de agua. Cada año volvemos al río, las pozas, la compañía y las conversaciones, pero ni nosotros ni el río somos los mismos, lo cual no deja de ser paradójico.
La idea de que un río sea y no sea a la vez, y que los bañistas seamos otros, cabe atribuirla a Heráclito de Éfeso (s. V a.C.), el filósofo del devenir. Heráclito, como otros pensadores de la Antigüedad, reflexionó sobre la información que le proporcionaban los sentidos y sacó algunas conclusiones. Sus ideas tuvieron algo de ingenuas, pero abrieron el camino para conocer la realidad de las cosas. Heráclito cayó en la cuenta de que el agua de un río no era la misma que la del día anterior, ni tampoco sería la misma al día siguiente. Pero apuntó además que el propio bañista también fluye y se va difuminando con el tiempo, como el fuego que arde en el Sol o en las entrañas de la Tierra. Así que nada permanece idéntico a sí mismo, nada está completamente frío y apagado, salvo los cadáveres. Por esa razón, sostiene Heráclito, cualquier experiencia de la naturaleza es un tránsito y cualquier contemplador, un transeúnte. La consecuencia es que, si todo fluye, no hay descanso; y si no hay descanso, la vida cansa. Un cansancio que, a medida que pasan los años, aumenta. Algunos ya lo venimos observando.
Las diferencias entre la primera y la última vez que nos metimos en los ríos de Guara son tantas que no deberíamos hablar del mismo río ni del mismo bañista. Desde luego, la alegría del baño tampoco es la misma, aunque se parezca. Ni las cervezas que nos bebemos. A pesar de la edad, todavía ardemos, pero estamos prácticamente quemados. Hace mucho que no descansamos. Sin embargo, damos por hecho el fluir de lo concreto, ese cambio incesante de las cosas y de nosotros mismos, y lo aceptamos como la condición de nuestra presencia en el mundo. A cada instante, el tiempo nos hace cambiar, así que no escapamos nunca del trasiego. Nada es igual a nada, aunque lo parezca. Lo que existe es como el agua que fluye, como el fuego que quema, como el bañista que envejece.
Heráclito de Éfeso apenas dejó testimonio escrito. De su libro Sobre la naturaleza solo se conservan unas pocas frases, contaminadas por la oscuridad y el pesimismo de su autor.
Oscuridad, porque Heráclito se expresaba a través de metáforas y aforismos difíciles de interpretar. Nada de lo que dijo resulta unívoco. («El camino de subida y el de bajada es uno y el mismo»).
Pesimismo, porque Heráclito consideraba que si todo fluye y se nos escapa, no hay lugar para la alegría. ¿Cómo podríamos alegrarnos del fluir de las cosas si no podemos apresarlas? Si todo está sometido a un cambio incesante, no es posible objetivar la naturaleza ni comprenderla; no es posible obtener conocimiento verdadero, ni hacer verdadera ciencia. Por otra parte, si todo se consume, ¿qué puedo esperar de la vida sino mi propia desaparición? Ante la marcha incesante de los acontecimientos y la imposibilidad de objetivarlos, Heráclito se desanima y nos traslada ese desánimo.
Pero ni sus conciudadanos de entonces, ni nosotros ahora, le hacemos caso. «Los hombres —escribió Heráclito— se parecen a gente sin experiencia, incluso cuando escuchan mis palabras en las que distingo cada cosa según su naturaleza y diciendo cómo es». A cambio, sus conciudadanos le ladraron y nosotros lo seguimos haciendo, como los perros ladran al desconocido que puede suponer una amenaza. Aquella gente, en su opinión, vivía enfangada en la ignorancia, lejos de la verdad y la virtud. «Los hombres son incapaces de comprender mientras escuchan, parecen sordos. Y aunque presentes, están ausentes». Nosotros, al parecer, seguimos enfangados.
La tradición pinta a Heráclito en actitud melancólica. Rafael Sanzio, hacia 1510, lo representó sentado en una escalinata de La escuela de Atenas —a los pies de Platón y Aristóteles, que ocupan el centro de la escena— con la cabeza baja y desmoralizado. ¿De dónde nace ese abatimiento? La interpretación general es que el conocimiento de la realidad no conduce precisamente a la alegría. El ser humano aspira a la seguridad, a elevarse sobre la inestabilidad del mundo. El ser humano desearía que el mundo fuese permanente y que su futuro estuviese garantizado. Pero él mismo sabe que no puede ser. De ahí que la consecuencia de ese conocimiento sea el miedo a la muerte. Un siglo y medio después, Rubens representó a Heráclito llorando, compungido por la fugacidad de las cosas y por saberse perecedero. Es comprensible que un filósofo atento a la observación del hombre y de la naturaleza, consciente de la inconsistencia de las cosas, caiga en la melancolía. Y nosotros, ¿podremos evitar el llanto?
Quizá los bañistas irreflexivos que cada año nos metemos en el Alcanadre o en el Vero, ríos que nunca son los mismos, quizá nosotros, digo, no estemos atendiendo convenientemente a la realidad de las cosas. Cierto. Todo cambia y nosotros tampoco permanecemos idénticos. ¿Ha de llevarnos ese conocimiento hasta el llanto? Sabemos que estamos condenados, y sabemos que, mientras fluimos, no hallaremos paz ni descanso. Caminamos hacia el desgaste final, pero, como los contemporáneos de Heráclito, preferimos olvidarnos. Tampoco queremos acrecentar nuestro sufrimiento lamentando la caducidad de quienes nos rodean, ni queremos deplorar los fracasos de la humanidad en su esfuerzo por construir verdades. Sabemos que todo fluye y nada permanece; tampoco la aparente verdad. Pero aun así nos mantenemos alegres mientras compartimos el baño y unas cervezas. Lo nuestro no es el optimismo bobo. No vivimos engañados. Sabemos de qué va la cosa. Quizá por eso, para evitar los ataques de la bilis negra, la amargura o el desinterés por todo, nos paseamos cada año por la sierra de Guara y nos zambullimos en las aguas de la irreflexión.
Son las aguas las que propician el olvido, sean las del Alcanadre, las del Vero o, su defecto, las de la piscina municipal. O las de la mar salada. Desde aquí recomendamos, siempre que se pueda, tomar el baño.