Se contempla en el espejo. Con detenimiento. Ve a un hombre cansado y decepcionado, e intuye el viejo que será, esbozado en los rasgos que predicen las arrugas, la caída inminente. Los ojos que le miran desde el otro lado están alicaídos.
Juega: ¿qué animal sería si fuese un animal? A eso jugaba cuando era niño. Es imposible pensar en el lobo, en el águila o en el tigre que quiso ser años atrás y que tal vez logró, aunque solo por un instante, un instante de fuego. ¿Y si fuera el tiempo, en vez del lugar, lo que reflejan los espejos?
Evita pensar en los ojos sumisos del perro mascotizado, los dóciles del cordero sacrificial, los tétricos del sapo. Se queda absorto durante unos minutos. De repente, se le ocurre la palabra “chamán” y luego la magia negra, y a continuación la magia blanca y por fin la prestidigitación, una retahíla de conceptos en caída libre hacia la banalidad, hacia la impotencia.
Entonces ve los ojos de su padre, ya difunto, en los ojos del espejo. Ve a su padre cuando ya era un hombre muy mayor, aquellos ojos de un gris de nube estival, cuando su padre decía que solo quería dormir, dormir y nada más, cuando hablaba con rabia y con mucho resentimiento de los que le iban a sobrevivir sin merecerlo.
Parpadea. Dos, tres golpes de párpado. Y luego soslaya un poco la mirada para no volver a los ojos que le desafían. Lleva muchos años pensando que la imagen del espejo no es exactamente la imagen real. Cree que el rostro en el espejo solo es una posibilidad. Tiene indicios de eso, aunque indicios muy pequeños. Sospechas, más que nada. Es posible que la superficie del espejo contenga un espíritu maligno y burlón que juega y te pone trampas para probar tu perspicacia, tu amor propio.
El espíritu del espejo juega a una variante perversa del juego de los siete errores: en esta variante hay un solo error que descubrir. Pero es un solo error tan terrible como definitivo. Tanto es así que jamás ha osado aceptar el reto.
De modo que renuncia al juego una vez más. Pero piensa que un día lo aceptará, otro día. Otro día, hoy no. Un día mantendrá los ojos en los ojos hasta cuando sea, hasta donde sea, sin cobardías ni nada de eso. Se teme que cuando acepte el reto verá la muerte y un paisaje de indiferencia, de dolor inútil.
Detrás de su rostro, en el espejo, se extiende la perspectiva invertida del pasillo largo y en penumbra. En la pieza del fondo hay dos piernas desnudas extendidas encima del piso. Sabe que a continuación de esas piernas hay un cuerpo entero, aunque muerto. También sabe que ese cuerpo tendido podría ser el suyo, porque en el impulso de matar está contenido el de matarse a uno mismo.
Y sabe, para concluir, que la policía llamará pronto. El asesinato ha sido ruidoso, torpe, imprudente. Las paredes son delgadas y los vecinos, cotillas y desconfiados.
Pero el tiempo pasa y la policía no acude, no hay agentes que llamen a la puerta. Empieza a sospechar que una gracia diabólica le mantiene impune, protegido de las consecuencias y del código penal. Quizás todavía es el tigre que soñó. Un tigre fatigado, pero todavía rey de la selva un rato más. Piensa en eso durante un minuto y luego acontece algo que le deja perplejo. Hay un cambio imprevisto. Algo se mueve.
Ahora, de repente, se da cuenta de que el cuerpo que yace en el fondo del pasillo, bajo el círculo de luz amarilla, es el cuerpo de una mujer. Se le ocurre que es una mujer justo en el mismo momento en que las piernas se agitan con unos movimientos estentóreos, ridículos, como una marioneta dirigida por un titiritero borracho, y la marioneta se levanta y anda, trastabilla, y avanza grotesca y blancuzca y ensangrentada por el pasillo, con propósito, en dirección al espejo. Distingue una boca enorme, abierta, una boca como un agujero en las galaxias, y un grito que grita para adentro.