Febrero es un mes para subirse a un coche, recorrer el mundo más cercano y refugiarse detrás del parabrisas a tomar el sol que nos recuerda un poco a mayo y a lagartos; buscar un disco compacto en la guantera y cantar a pulmón, mientras un rebaño de vacas cruza la calzada en compañía de su pastor, que pide disculpas y paciencia tan sólo con un gesto; volver a ser un niño con los ojos empachados de curiosidad y de paciencia, rogando porque el retrovisor resista el envite travieso de un lametón vacuno.
Indefinibles jornadas que se tambalean y deliran entre el disfraz y la prisa por alcanzar la primavera.
Las catedrales, rezumando vacío y ángelus, se yerguen victoriosas y lejanas al fondo del paisaje transmitiendo una sensación, al viajero solitario, de compañía y vecindad.
Salir de viajes cortos, poco a poco, para estirar las piernas y la vida en este mes que nos roba tres días como si nada y se ríe impunemente de nosotros con la careta en ristre. O salir de viajes largos, a visitar el mar como se visita a un familiar enfermo, para conocer de primera mano su evolución de ola predestinada al cataclismo o la calma chicha.