Había una vez en un lugar innombrable una niña alegre y vivaracha. Chafardera a más no poder, le encantaba mirar por la ventana, pasear por la calle y observar atentamente. Ese era su principal pasatiempo.
La niña tenía un vecino que vivía en el ático, en el mismo lugar innombrable. Era muy inteligente y comunicativo, además de ciego. A fuerza de no ver había desarrollado una fantasía desbordante y un carisma muy particular. Los otros vecinos del edificio vieron el cielo abierto cuando se les ocurrió nombrarlo presidente vitalicio de la comunidad. El vecino del ático se puso la mar de contento. Era buena gente, pero —todo hay que decirlo— bastante egocéntrico.
La niña y él se hicieron muy buenos amigos y no paraban de cuchichear. Vamos, que compartían información, y ya se sabe: la información es poder. La niña —que no tenía un pelo de tonta— le describía todo lo que veía y con ese material el vecino del ático construía historias apasionantes. Era un narrador extraordinario, un rapsoda de lo cotidiano. ¿Cómo no iba a triunfar? El uno por la otra y viceversa, ambos quedaron enganchados sin remedio a aquella extraña relación. Es decir, se volvieron inseparables.
La niña solo dejaba de mirar cuando la rendía el sueño. Entonces se convertía en una princesa durmiente, aunque en este cuento doméstico no haya ni príncipes ni princesas. Entonces, con sumo cuidado, para evitar despertarla, el vecino del ático cerraba las cortinas, bajaba el volumen de su voz y comenzaba a hablarle en susurros. En esos momentos de intimidad, el vecino del ático le musitaba a la niña palabras de amor; le expresaba sus miedos, ilusiones, los deseos más recónditos. A veces incluso se subía a una montaña rusa imaginaria e inventaba relatos estrambóticos, ilógicos, sin ton ni son. Y es que el vecino del ático era terriblemente fantasioso y cuando se dejaba ir… Os aseguro que solo se desinhibía de aquel modo porque la niña dormía plácidamente.
En aquel lugar innombrable de vecinos dichosos y amistades leales, no parecía pasar el tiempo, porque cada mañana la niña se despertaba feliz, y lo primero que hacía era mirar a su alrededor para contárselo al vecino del ático. Todo fluía con naturalidad… La niña quería y se dejaba querer. ¡Qué raro, casi como en un cuento de hadas!
En algunos momentos miramos, aunque no llevemos gafas graduadas, y lo que creemos ver no es más que un grafiti borroso. De este modo, la realidad, cuando nos sorprende, se nos aparece como una revelación. Hermosa las menos de las veces.
No fue así con la niña, la cual, prisionera de su párpado, vivió feliz a la sombra de sus largas pestañas. Y es que su vecino del ático seguía enviándole sus neuronas mensajeras. ¡Qué lujo! Con el nervio óptico como maestro de ceremonias nada podía ir mejor.
Entre la niña y el vecino del ático se había creado una conexión indestructible, y ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar. Incluso a día de hoy, que todo es tan efímero, nada ha sido capaz de separarlos, so pena de que el uno o la otra o ambos, pierdan la razón.
Y colorín colorado, ver para creer, que este cuento se acabó ayer.