Es mejor que nadie me conozca, o que solo me conozcan los allegados. ¿Te imaginas lo que sería ejercer de tendero en el mercado del pueblo, a la vista de todas las clientas, los comerciales, los niños que te importunan pidiéndote caramelos, de todos los que entran y salen del mercado y necesariamente pasan por delante de tu herboristería? ¿No es mucho mejor, si es que quieres tener una herboristería, situarte en un extremo del pueblo, en una calle sin apenas tráfico ni gente, a donde solo acudan las personas realmente interesadas en comprar algún producto específico, algunas hierbas para tratarse el hígado, contra el colesterol, la hipertensión, la menopausia, el ardor de estómago o los vómitos de parturienta? Aunque todavía es mejor no tener tienda alguna, ni herboristería, ni panadería, ni nada en lo que tengas que interaccionar con el público, mostrarte amable, sonreír sin ganas, recomendar un producto o suspirar profundamente cuando los clientes te expresan sus dudas o se quejan de lo cara que se ha puesto la vida y tal. Es mucho mejor trabajar en la trastienda de una relojería, por ejemplo, tras una cortina de terciopelo verde, mientras una jovencita, que es tu ayudante y está contratada por cuatro perras, lidia con la clientela, recoge los relojes y te los entrega para que les cambies la pila o les soples el polvo; y tú, allí, detrás de la cortina, escuchando la radio, ignorado por todos y, a la vez, ignorando a la humanidad toda, yendo a la tuya, sin dar explicaciones y sin discutir, que es como te ha gustado siempre gastar tu vida.
Y luego, llegar a tu casa y que allí no haya nadie. Ni padre, ni madre, ni perrito que te ladre. Un asunto que, sin duda, hay que haber sabido labrar a tiempo, pues, a la que te descuidas, acabas cediendo a los deseos de alguien que necesita compañía, y te casas y te embarcas con quien no debieras y que siempre es alguien que habla demasiado, que pretende, además, que respondas a sus preguntas, y, lo que es peor, se empeña en tener hijos. ¡Eso ya es el colmo! ¿Te imaginas tener la casa llena de churumbeles que quieren ver la tele, tienen hambre, se quejan, lloran, han de hacer los deberes, hay que acompañar al colegio, y luego ir a esperarlos, darles la merienda y contarles un cuento después de cenar, y acabar rendido cada noche, con las preocupaciones de la hipoteca (porque ella, además de hijos quiso tener una casa en propiedad) y vencer el insomnio con esas pastillas que sabes que no son buenas para la salud, y te van a estropear el hígado, así que tendrás que buscar una herboristería y pedir unas hierbas para conciliar el sueño y otras para los nervios y otras para la tensión, que te habrá subido con tanto problema y tanta preocupación? Así que, si puedes, debes evitar tener casa en propiedad, mujer, hijos y compañía. Es mejor salir de tu trastienda de relojero bien entrada la noche y moverte rápido, como una rata, por las calles más oscuras de la ciudad, evitando a la gente, hasta llegar a tu agujero, porque esa es la libertad que has logrado viviendo solo, trabajando solo, sin que nadie te conozca.
Pero eso no es todo, porque nada es suficiente en estos casos. ¿Te imaginas tener un vecino, un conocido, un amigo, que decidiera, así, de improviso, venir a visitarte y pedirte un poquito de sal, o traerte unas torrijas que ha hecho, el pobre, pensando en ti, o interesarse por tu salud, tan precaria, para ofrecerse, si necesitas algo, si quieres que te dé un masaje o si quieres que te dé por el saco? ¿No es mucho mejor excavar un foso alrededor de tu agujero y poblarlo con cocodrilos y pirañas para que a nadie se le ocurra venir a rescatarte de tu soledad, que es el bien más preciado del que dispones, que tantos años te ha costado conseguir a base de comportamientos huraños y renuncias varias, para evitar que el vecino o el amigo contamine con su presencia el poco tiempo que la naturaleza te ha concedido para construir tu vida y luego pulirla y abrillantarla hasta darle ese lustre que ahora tiene y tantos otros envidian?
Porque es envidia, y no buena voluntad, lo que el mundo te ofrece. Y tú, que no eres envidioso, y que no quieres trabajar en una herboristería de cara al público, ni quieres ser relojero porque te tiemblan los dedos, y que no tienes ni mujer ni hijos, ni hipoteca ni rulos en la cabeza porque, por suerte, eres calvo, y no necesitas amigos ni doctores, ni tampoco vecinos, te armas de valor los domingos, cuando juega el equipo de fútbol más famoso o torea el torero preferido, y sales a contemplar a esa multitud de solitarios, cada uno de los cuales desconoce a los demás pero cree conocerlos, caminando hacia el campo con sus banderas y estandartes, la plaza o la manifestación del primero de mayo, que de todo hay, y los ves, entonando ese grito común que les sirve de ánimo y alimento, haciéndoles creer que son un grupo, un colectivo, una asociación, cuando todos ellos están más solos que la una.
Te sientas, entonces, en un banco de madera, resquebrajado e incómodo como tu propia vida, y te comes tu bocadillo de mortadela y bebes en tu botella de plástico, para verlos pasar, y luego, rematas el almuerzo con un plátano y unos dátiles (el azúcar que necesita tu cerebro debes obtenerlo por vías naturales y no refinadas), y, cuando ya ha pasado la multitud, vas y murmuras, repitiéndolo, sin que nadie te oiga, ese grito incomprensible y animoso que los aficionados al fútbol, al toreo o a la política jalean para saberse formando parte del grupo: ¡a la bi, a la ba, a la bim-bom-ba!
Y te levantas del banco, recoges los restos del almuerzo, los envuelves en un trozo de papel y los tiras a la papelera más próxima, antes de volver, renqueando, a tu domicilio, esa cueva rodeada de cocodrilos y pirañas (en realidad, se trata de cocodrilos y pirañas metafóricos, por si alguien todavía no se ha enterado), y decides ultimar el domingo repasando con fruición revistas viejas que compraste en los años ochenta y reencontrarte así con toda esa gente a quien conoces pero que no saben de tu existencia y que aparecen en el papel couché de las revistas y en los documentales de la televisión que no tienes. Toda esa gente, la mayoría muerta, que tiene la virtud de no molestar.