Me sentía mentalmente desahuciado, pero no pensaba morir en la cama, envenenado como Stefan Zweig, por un mundo que había enloquecido. El planeta entero estaba a punto de convertirse en un caos, sin comida, sin luz, sin agua ni redes sociales a causa de una terrorífica guerra nuclear, pero nadie parecía saberlo todavía. Quería morir como Oliver Reed en Mujeres enamoradas, alejándome por un glaciar en el blanco infinito, o entre los hielos del polo norte, como en La tienda roja, una muerte dulce, un agradable sueño, como cuando te anestesian y es como si Morfeo te cerrara los ojos y te adentrases sin quererlo en un infinito de negritud sin pensamientos.
Quería morir a lo grande, y decidí hacerlo ascendiendo al Everest. ¿Qué mejor lugar que a ocho mil metros de altura, sin apenas oxígeno, caminando entre ventisqueros en los límites de la atmósfera? Podía haber saltado desde un avión y haberme desprendido del paracaídas. Pero quería que lo último que vieran mis ojos fuera una pared helada, la encarnación de un lugar inhabitable, como podían haber sido las arenas del Sahara o las profundidades oceánicas.
Me llevaron en helicóptero hasta el campo base, tiempo durante el cual cerré los ojos para recordar momentos agradables y no tan agradables de mi vida. Había sido siempre un académico, profesor de historia contemporánea, especializado en la revolución rusa y la segunda guerra mundial. Había dirigido varias tesis sobre Hitler y Stalin, y en todas se desvelaba la realidad del ser humano. Estábamos a punto de volver a cometer los mismos errores, pero no eran errores, era nuestra naturaleza manifestándose en todo su esplendor. El mundo está lleno de asesinos y de héroes. En el momento de alcanzar los siete mil millones de habitantes, la victoria parece ser de los héroes, pero ahora se equivocan y abocan el mundo al desastre. Y no quería, no deseaba vivir esa experiencia.
Debido a mi avanzada edad, en el campo base me asignaron dos sherpas. Me ataron a uno por delante y a otro por detrás, me dieron una bombona de oxígeno y me colocaron en una cola de quinientas personas que empezó a movilizarse antes del amanecer. Puesto que ante mí solo podía ver las botas de mi predecesor, su vestimenta encarnada y un suelo blanco que abarcaba todo el entorno, tuve tiempo de pensar en mis alumnos. Uno de ellos llegó a director del Centro Nacional de Inteligencia; otro, se convirtió en mi mujer y me dio dos hijos. De estos, uno de ellos trabaja en una ONG en la Amazonia, tiene seis hijos que no conozco. El otro es astronauta, se ha ido a vivir a la base permanente de la Agencia Espacial Europea en la Luna. Mi mujer murió hace dos años en un viaje a Nueva Zelanda, en un accidente de tráfico. Entonces, dejé la enseñanza, muy cerca de jubilarme. Escribí un libro sobre la conciencia humana sin poderme quitar de la cabeza las hordas de cosacos que luchaban por la libertad en las estepas de Ucrania y violaban a todas las mujeres de las localidades que liberaban. Una vez publicado, empecé a buscar formas de matarme, pero siempre encontraba una razón para esperar: una alteración climática que pusiera el mundo patas arriba, la primera bomba nuclear que nos sentenciara a todos a convertirnos en polvo. Y empecé a gastar disparatadamente: una botella de Macallan de cinco mil euros, dos prostitutas rusas para que me acompañaran en un crucero por el Ártico a las que me gustaba ver cómo se besaban y bebían una botella tras otra de Dom Perignon. Cuando solo me quedaban cien mil euros contraté este viaje al Everest.
En aquel ascenso interminable, el sherpa delantero tiraba de mí con una precisión matemática, unido a una larguísima cordada que marcaba la montaña como un hilo de sangre desde la cima hasta el campamento. El que tenía detrás me empujaba con las manos a la espalda. Yo trataba de escapar, de saltar al vacío en busca de aquellos bloques de hielo que veía brillar en la distancia, bramaba dentro de la máscara, me retorcía en aquel infierno en el que no había vuelta atrás porque me arrastraban como si formara parte de una cadena de condenados. En un momento dado, pensé que aquella línea que trazábamos era una grieta abierta en la montaña por la que emergían las llamas de un volcán. Dentro del traje, sudaba, pero habría bastado con quitármelo para morir a los pocos segundos. Me revolví contra las ataduras, pero ni siquiera podía desenvolverme con las manos enguantadas.
Fue entonces cuando miré al cielo y vi aquel azul profundo, meteórico, y me acordé de mi hijo lunar, que se había casado con una chica de Mongolia que también se había convertido en selenita, y descubrí, en aquel cielo que se oscurecía como las profundidades del mar, una razón para vivir. Aquel cielo no terminaba en las profundidades fangosas del océano, sino que era una puerta abierta a un universo interminable, y me di cuenta de que solo estaba ahí para nosotros, para que pudiéramos verlo y nos sintiéramos parte de él.
Tras dos horas de espera al final de la cordada, coronamos la montaña, me arranqué la mascarilla y las gafas y tardé pocos segundos en marearme, mientras sentía crecer en mí cierta sensación de pertenencia, no a un planeta, sino al universo. No podía dejar de mirar las estrellas, que brillaban en pleno día… “Señor —me dijo el sherpa que me empujaba, mientras me enseñaba el teléfono móvil que llevaba envuelto en plástico—. Es un mensaje de su hijo”.
“Te estoy viendo, padre, desde la Luna. Hemos enfocado nuestro telescopio a la cima del Everest cuando hemos sabido la hora de tu coronación. Bienvenido al universo. Te quiero”.
Se me doblaron las piernas de la emoción. Me coloqué la mascarilla y las gafas, apartando las lágrimas congeladas. Inicié el descenso con prisas porque tenía ganas de volver, y ya me imaginaba en la Amazonia, porque ahora quería conocer a mis seis nietos, dejarme acorralar por los mosquitos, navegar por un río donde los delfines de agua dulce me dieran la bienvenida y vivir en una cabaña. Me compraría una casita en la selva e iniciaría un proyecto sostenible con la gente, porque ahora, Hitler y Stalin se habían desvanecido en mi mente, como hizo el vapor de las lágrimas en cuanto me pude quitar las gafas en el campo base. El helicóptero ya se estaba llevando a Katmandú a los que habían coronado primero. Mi destino estaba en Manaos, y luego el infinito esmeralda desde el que contemplaría la Luna y la Vía Láctea.