Es septiembre. Me he trasladado a los márgenes de la ciudad, al ático de un granero, una vieja habitación abierta que alcanzo al subir por una escalera que se eleva a través de un agujero en el suelo. La habitación es amplia, con ventanas en cada extremo, una fila de claraboyas que dejan escapar la lluvia y agitan la charla en los vientos del noroeste. Duermo debajo del paso empinado del techo, mi colchón plano sobre las tablas, mirando hacia arriba, donde por la mañana se difunden granos de polvo brillante. Este fue el taller de un viejo pintor. La luz de aquellos lienzos famosos todavía está aquí (no pudieron llevársela con ellos) aunque se llevaron todo lo demás, abriendo el espacio a golpe de siena o índigo. Pienso en las historias que todavía hablan de ellos aquí y en cómo tiemblan con la vida aun sin darse cuenta.
La noche. El viento fuerte en las dunas. La lluvia. Siento el aire rodear mi cuerpo, lo siento moverse entre las piernas y entre cada dedo. Mientras camino, no domino el espacio. Y cuando las nubes se abren, de repente el cielo es amplio y alto, sin techo de hojas. Al parecer no hay ningún lugar para ir, en el viento o el agua. Subo las escaleras estrechas que mantienen su inflexión, girando hacia adentro hasta que se encuentran con el techo, que se abre a través del suelo y da paso al lugar que habito. Me siento en la mesa de color azul y leo para tener otra vida. Porque soy de aquellas personas que no pueden ser destruidas. Sentí un duro golpe a través de mí, entonces. Un viento devorador. Seguramente, entonces, yo era de aquellas personas que sí podían ser destruidas. ¿Por qué no sentí la ruptura de todo lo que era? Ya no me siento y cuento mis pérdidas, aquí en esta sala donde toda la vida supe desnudar el deseo. Eso es lo que pasa aquí: estoy sola, el viento sopla y no puedo dormir. La lluvia corre por las paredes; arroyos en el suelo, dejando charcos sucios en la tarima. Una tabla de color amarillo y un armario pintado de azul, tres sillas que no coinciden, equilibrar una razón, un cubo abollado, su metal oscuro reflejando lo que es y lo que no puede ser.
¿Qué hay de hermoso aquí?
Todo esto es la belleza, una claridad no en las cosas, sino en lo que las rodea, una claridad completa. Y aun así, permanezco en la pérdida sin saber cuánto se pudo llevar de mí, dejándome, a cambio, alerta en un vacío tan vivo que reconocí como vida. ¿Qué quedará de la misma a continuación? Un poco de belleza, de luminosidad, un espacio sin fin en el que caiga un brillo que me sostenga, que recoja la luz en el centro del espacio vacío, como una visión de una vida que no he vivido.