Enero es ese mes, línea-blanca, que llega de repente sin apenas dejar despedirse a otros espíritus y nos invade el alma de promesas y renovación, aunque bombillas de colores, tintineando en órbita e intermitencia, inunden por unos días más los salones maqueados de estridencia kitch, albergando el estandarte de diversas tradiciones que «promocionan favorablemente», impulsadas por la extraña fuerza del despropósito.
Continúa la casa sin barrer después de las guirnaldas y los dulces impuestos por la ley del consumo. Rodarán por la bandeja todo el año hasta enranciarse y supurar edulcorantes. Predecimos su destino igual que gurús seguros de que su próximo alojamiento será el cubo de la basura, pero de momento nos complace mantenerlos ahí, por si alguna visita picase el anzuelo de la gula y entonces conceda al abuelo, apostado en la butaca, el placer de mostrar una sonrisa perversa y triunfal ofreciendo un bocado más.
Aventurándonos a sacar la mano por la ventana, para comprobar la temperatura exterior, decidimos a día uno que no saldremos de nuestro agujero; tiembla demasiado el ala del gorrión en el alféizar aunque exista ya una leve promesa de luz en la tarde.