Encuesta apresurada sobre el buen uso de las bañeras

¡No te fastidia...!


Si bien hoy miraría mal a quienes supiera que no se duchan a diario, no me duelen prendas al confesar que de niño en casa había dos únicas sesiones de baño: los martes y los viernes. Eso quería decir que, al volver del colegio, se establecía un turno, del más pequeño al mayor de los hermanos, que iban pasando por la bañera, si esta no había quedado con el agua muy sucia, por el mismo caldo.

Al adquirir cierta independencia y no necesitar a nadie para enjabonarte, ya entramos, dentro de la historia de mi vida, en la época de oro del baño casero. Bañera preparada con el agua caliente casi rebosando, introducirse en ella, la cortina corrida para preservar el calor, pero guardando un espacio para colocar un taburete donde situar el apasionante libro a medio leer. A continuación la siempre delicada operación de la introducción del cuerpo en el líquido, por aquello de Arquímedes, pero también porque se debía superar un momento crítico, si bien muy pasajero: el contacto de la espalda, muy sensible al frío, con la porcelana de la bañera. Una vez superado ese instante y ya dentro, dejarse arrastrar por el flujo narrativo del novelón envuelto en los vapores. Si, por el paso del tiempo, que corría muy placenteramente, se enfriaba algo el agua, se abría un poco el grifo de agua caliente, del que salía un chorrillo hirviente, que se podía seguir por su diferente color invadiendo y difuminándose por toda la parte superior del volumen acuífero, hasta entrar en contacto, provocando una sensación reconfortante, con el cuerpo.

Toda esa operación, incluido el veloz lavado posterior de cuerpo y cabeza, podía durar un poco más de una hora. No mucho más, porque unas profundas arrugas ya surcaban a esas alturas, con mal pronóstico, los dedos de pies y manos. Mi madre se desesperaba y exteriorizaba sus razonamientos internos para comunicarme que “eso no podía ir de ninguna manera bien”: 

—Se te caerá el cabello. Por algo se pone el pollo en agua hirviendo para arrancarle los pelos, digo yo.

Uno adulto y viviendo ya emparejado, la costumbre del baño fue pasando a la historia, hasta desaparecer por completo. Tan solo, muy esporádicamente, después de una jornada laboral o de una excursión agotadora, un baño con sales minerales, de esos que te dejan tan ricamente. Pero en las últimas décadas lo más parecido ha sido únicamente el disfrute de un jacuzzi al regresar a algún hotel que disponía del mismo, tras haber cumplido como se requiere la misión del turista.

Me temo que todo lo narrado en plan biografía íntima puede tener puntos extensibles a mucha más gente, porque oigo que se están reformando muchos baños, sustituyendo la bañera —que tan larga vida ha tenido— por una ducha cada vez más integrada, como una continuación de la obra del aseo. Muchas veces suele coincidir el cambio con el miedo al accidente que puede suponer el uso de la bañera en quienes ya estamos alcanzando edades provectas, pero me dicen que también desaparece la bañera en casi todas las casas sin niños, con habitantes relativamente jóvenes.

De ahí la necesidad urgente de una encuesta al respecto, para saber si ha llegado a su fin ese elemento que tanto beneficio dio en su día, tras el inodoro y el lavabo, a Roca, fabricante número uno nacional.

Las respuestas pueden enviarse a Juan Manuel García Ferrer.