Mi abuelo desarrolló una imaginación desbordante a causa de su trabajo como guardagujas en un villorrio perdido en medio de la nada. Como no podía abandonar su puesto se dedicaba a dar rienda suelta a su fantasía durante las interminables horas que transcurrían entre el paso de un convoy y el siguiente. Mi padre me hacía notar mi ingenuidad al quedarme embobado cada vez que oía todas esas historias. Historias que si bien tenían su gracia, tampoco significaba que fuesen verdad, decía, sobre todo cuando las contaba alguien que, aunque fuese el abuelo, nunca demostró mucha iniciativa, alguien que ni siquiera ocultó el aburrimiento que le producían sus solitarias jornadas sentado en su caseta situada a pie de vía. Y concluía que era simplemente un bromista al que gustaba burlarse de la inocencia de los habitantes del lugar quienes, boquiabiertos, escuchaban sus invenciones.
Sea como fuere, haciendo caso omiso de todos esos prejuicios, la atracción por saber más sobre su figura me llevó a indagar en su pretérito, quizá también en mi creencia de que en su vida pudo haber algo más, de que el abuelo era un ser especial que sufrió la incomprensión de su propia familia.
Era consciente de que los hechos pudieran estar distorsionados por la fabulación de unos y otros a la hora de relatarlos, y aún así me entregué de lleno a mis pesquisas. Pero poco tiempo después mi entusiasmo se fue dando de bruces con la realidad. No había nada, ni documentos, ni escritos. Ni siquiera cartas, porque el abuelo nunca viajó. Todo lo que había recabado era información etérea, la procedente por vía oral.
Hasta que de manera inesperada hallé una fotografía que parecía probar que los relatos eran ciertos. Como quien ha encontrado un tesoro corrí, exaltado, a mostrársela a mi padre quien, tras mirarla durante breves instantes, dijo desconocer la identidad de esa joven que flotaba en el aire. Le recordé entonces aquella historia de la hija del médico que levitaba de amor cada vez que el abuelo iba a cortejarla. Pero una vez más volvió a recordarme mi ingenuidad, porque lo que mostraba esa instantánea era una joven que saltaba a la comba.
Quizá por la intensidad con la que viví aquel proceso detectivesco en mi creencia de que iba descubrir algo asombroso en mi pasado familiar, me resistí a aceptar la evidencia, a admitir que mi padre tenía razón, que el abuelo fue en realidad un hombre normal.
Y aún así, decidí creerme todas sus invenciones. Al fin y al cabo en aquel momento tenía doce años de edad.